16 de agosto de 2023

El Bosque Azul, una bruja y una ruda.




—Ha llegado bien, y se la ve feliz. 

—¿Se lo darán?

—Sí, seguro, no te preocupes. 

—Solo quiero que sepa de mi existencia y conozca a su madre.

—Y así será. Confío en ellas. Dejemos que los acontecimientos transcurran tal cual se leyó en el agua. 










Quinientos años atrás:


—No vivirá mucho tiempo. 

—Es preciosa. No veíamos una bruja tan bonita desde hace milenios. 

—Más en su contra. Esa belleza confirmará las sospechas de todos. 

—Nunca lo sabremos. Su madre se ha llevado el secreto con ella: Elfo. Duende. Gnomo… 

—Ember no era como nosotras. Su cuerpo siempre perteneció al bosque. 

—¿Cómo ha podido pasar esto? Nosotras no morimos en los partos. 

—A veces ha pasado. Cuando se mezclan las magias en las entrañas, el resultado es imprevisible. Os lo advertí. Os lo advertí… 

—¿Y qué hacemos con la niña? No podrá sobrevivir sin su madre. Ninguna otra podrá sustituirla. Hace falta mucha magia para…, espera, se me está ocurriendo algo que es posible que… ¡Úrsula, riega la ruda! Y riégala bien. Nos vamos de viaje. 

—Tú y tu ruda. Voy. 


—Envuélvela bien, por favor, Úrsula. 

—Eso ya está hecho. Y tú, ¿Has proclamado la impregnación como debe ser?

—Esencia  de lavanda. Polvo de luna. Hechizos de protección y buenos deseos, y el saquito con las siete piedras. Creo que no falta de nada. 

—Bien, pues en marcha. Pégatela bien al pecho. 



Agotadas tras días de caminata y  un poco asustadas, se cercioraron de que estaban  bien adentradas en la espesura del Bosque Azul. Allí, rodeadas de miles de flores, frondosos arbustos repletos de bayas y árboles tan altos que se perdían a la vista, encontraron un pequeño manantial del que brotaba un agua azul que iluminaba todo a su alrededor. 


—Mira ese hueco bajo la piedra. Ahí estará resguardada. Si tiene que sobrevivir este será su lugar de partida. 

—Águeda, date prisa; las hadas podrían aparecer y no nos está permitido estar aquí. 

—¿Ha quedado leche? 

—Sí, Hay suficiente.

—Déjala cerca del agua y se mantendrá fresca. Coloca el pesebre. ¿Has traído todos los hatillos que preparamos?

—Aquí están. Hemos agotado todas las reservas de hierbas que teníamos para el verano. 

—Ya recolectaremos más. Ella las necesita más que nosotras ahora. 


Colocaron a la niña sobre el pesebre de heno fresco con mil flores bajo el hueco de una piedra que formaba una pequeña cueva. A su alrededor, y protegiendo todo su  cuerpo, fueron depositando hatillos de hierbas cuya mezcla propiciaba buenos augurios de salud y bienestar; no había un solo hechizo o encantamiento que no rodearan a la recién nacida en aquella cuna pegada al manantial de aguas azules. Entonaron cánticos intencionados y convocaron las almas de cada una de las brujas conocidas, sobre todo a la de Ember, su madre, para que el escudo mágico del amor envolviese a la brujita librándole de todo mal. 


Corría una suave brisa cuando terminaron sus rituales; oscurecía ya y debían partir hacia su aldea. Llegaba el momento en el que los habitantes del bosque saldrían para hacer sus rondas y recolecciones. La pequeña había dejado de llorar después de tomar un poco de la leche que habían llevado para ella. Dormía cuando, decididas a no mirar hacia atrás, las brujas emprendieron el regreso hacia su hogar. 


—¿Has dejado la leche, verdad?

—Sí. En la fuente, como dijiste. ¡Y  deja ya de llorar!

—Ni siquiera la hemos puesto un nombre. ¿Cómo se nos ha olvidado?

—Bastante hemos hecho. 

—¿Has visto sus ojos? ¡Qué ojos! Presagian cosas buenas. 

—El destino dirá. 

—¡Ya está! Iris. Se llama Iris.


Águeda giró su cara hacia la pequeña, cerró los ojos, susurró su nombre, sopló con suavidad hasta que la niña quedó cubierta por un suave aliento que proclamaba su nombre: Iris. 


Pasaron quinientos años desde aquél día en el que Iris fue dejada a su suerte en el Bosque Azul. Las brujas dedicaban muchos momentos para recordar a Iris y desearle que hubiese tenido una buena vida. Aunque sabían que ninguna bruja sobrevivía a su madre fallecida en el parto, la esperanza de que aquel padre misterioso hubiese sentido el corazón latiente de la pequeña y la hubiese recogido se convirtió en una especie de leyenda, de cuento, de deseos para las segundas oportunidades. La magia es poderosa y creer en ella su mayor poder. 


Y un día…


—Úrsula, Úrsula, levántate. ¡Vamos!

—Déjame, por favor, me duele todo. No volveré a danzar así nunca más. Soy muy vieja para eso ya. ¡Y tú también! ¡Déjame dormir!

—No puedo. Está pasando algo importante. ¡Ven!

—¡Qué no!

—¿Y si te digo que del bosque ha salido un ser tan luminoso que irradia un aura azul? Bajo sus pies van naciendo flores de colores, colores y aromas que nunca has podido imaginar. Arrastra una estela que parece el mismísimo arcoíris. 

—Lo que te digo. No volvemos a ningún aquelarre más. Ya no tenemos edad para beber esas pócimas que luego…

—¡¡Te digo la verdad, bruja vieja y gruñona!! ¡¡Levántate!!

—¡Ya voy! Maldita bruja loca. 


Y allí estaba. Su apariencia podría no ser muy diferente a la de las demás brujas del poblado, salvo por un aura azul y una belleza diferente. Todo se suavizaba con los colores que portaba en su vestido. Los colores del arcoíris. Y algo muy extraño. Algo que ninguna bruja había llevado nunca, porque sí, su aspecto podría ser el de una bruja, pero sus movimientos eran avisados por un pequeño cascabel que colgaba de la punta de su gorro. Algo propio de duendes y otros seres. Parecía muy joven, quizás con no más de cuatrocientos años, por eso emanaba juventud y frescura. 


La visitante estaba rodeada de otras habitantes del poblado. Brujas jóvenes, ancianas, niñas…, todas ellas parecían escuchar con atención lo que les contaba. 


—¿Quién es? —preguntaron las hermanas con curiosidad y, también, con preocupación, a la bruja más anciana de la aldea que escuchaba a distancia apoyada en su escoba.

—No lo sé. Pero esto me resulta extraño. Prefiero no saber nada más. Me vuelvo a casa. He dejado un ungüento a medio hacer. No me interesan historias del bosque, no, no me interesan, me voy, me voy…

—Ven,  Úrsula, acerquémonos. 

—No sé si es buena idea. Siento una presión en mi pecho que…

—A mí me pasa igual. No digamos nada más hasta cerciorarnos. 


Y allí, de pie, con su escoba entre las manos y una voz que no pudieron obviar por el recuerdo que traía a sus oídos, una bruja rodeada de flores y aromas a hatillos mágicos contaba su historia: 


—Vengo del Bosque Azul. Allí me criaron sus habitantes. Me contaron que un día aparecí en una pequeña cueva al lado del manantial. El hada madre decidió que,  aunque era una bruja, mi aura era especial; parecía hija de la luz, una luz que habitaba entre ellos. Algo extraño, dijeron. Y entre todos me educaron. El que sobreviviera sin mi madre parece algo inaudito. Hubo momentos en los que pensaron que moriría tras llorar y llorar durante horas, días… La leche que me daban no me sentaba bien, y no encontraban una igual a la que apareció a mi lado cuando me encontraron. Cambiaban de la de unas madres a otras, pero no resultaban y yo lloraba y lloraba, hasta que, sin saber cómo, empezaron a aparecer pequeños cantaros con una leche blanquísima y dulce que, desde ese momento, me alimentó y consiguió hacerme crecer. Esa es la magia del bosque, siempre aparece lo que necesitas. Dicen que nunca más volví a llorar. Que mis ojos empezaron a iluminarse como estrellas y comencé a sonreír. A los cincuenta años comencé mi aprendizaje. Imaginad, conozco la magia de cada uno de los habitantes del bosque. Recetas, hechizos, pócimas, bizcochos, estelas cargadas de estrellas y polvos que cambian de color  y que podrían transformarte por completo si así lo deseas. El hada madre me visitaba por las noches y me relataba historias fantásticas mientras me dormía que al despertar ya no recordaba, pero que dejaban en mí nuevos conocimientos y cambios en mi aspecto con un fin que, según me advertía, vendría en un futuro. 


>>Hace unos meses me comunicaron que debía prepararme para regresar a mi procedencia, ya que estaba claro que era hija de una bruja. Debía completar mi sabiduría con lo que vosotras, todas vosotras, me enseñéis. Llevo dos días caminando desde el punto en el que me dejaron los centauros hasta llegar aquí. 



Y siguió relatando su vida en aquel maravilloso bosque. Describió a algunos de sus habitantes, aunque no a todos, ya que a algunos no era posible definirlos, solo se les podía sentir. Contaba qué comían, cómo aprendía con lo que cada uno aportaba a los demás. Las largas jornadas de magia en las que acababa con los dedos dormidos, con la cabeza llena de cánticos que se convertían en un hechizo para tal o cual cosa. Las miles de bayas dulces y jugosas que se encontraban por todos lados con efectos para nuestra salud o para nuestro conocimiento. Las flores que se le pegaban al vestido, que fue creciendo de largo con el tiempo más y más, era un capricho de seres mágicos que se divierten haciendo estas cosas y ella era la favorita de todos para probar sus fantasías. Cuando comenzaron las clases de pócimas y el caldero empezó a hervir, se dieron cuenta de que Iris necesitaba los conocimientos de las brujas para completar su sabiduría. 


—Y aquí estoy. Les echaré de menos. Son mi familia y les quiero. Y aunque sé que los volveré a ver, me advirtieron que sería dentro de muchos años, cuando me convirtiese en la  bruja que estoy predestinada a ser. Solo entonces podía llegar hasta ellos de nuevo. Serás alguien único, me dijeron el día de la despedida entre risas, también llantos; bailes ny vuelos sorprendentes. Si vieseis lo preciosas que son las hadas… Por cierto, ¿con quién podré vivir? 


Desconcertadas con todo ese relato, se miraban unas a otras preguntándose si aquello sería del todo cierto. Conocían historias del Bosque Azul y a algunos habitantes del mismo que se acercaban a su aldea en ocasiones especiales: solsticios,  lunas de sangre y  otras circunstancias, como cuando hablaban las piedras, y confiaban en ellos,  pero ahora, ante aquella especie de bruja luminosa, no sabían muy bien qué responder ni qué debían hacer. Entonces se escuchó una voz:


—¡Con nosotras! Vivirás con nosotras.

—¿Pero qué dices? ¿Te has vuelto loca? —protestó Úrsula. 

—Yo soy Águeda, y ella es mi hermana Úrsula. Ven. Nuestra casa es muy grande y, como ves, somos ya muy ancianas, nos vendrá bien tu compañía. Nosotras te enseñaremos todo lo que necesitas saber. Bueno, nosotras y todas las demás. Deberás aprender de todas ya que cada una tiene su peculiaridad y su Don. Si te parece bien, querida… no sé cómo llamarte.

—¡Ah, perdón! Llevo mi nombre escrito en mi brazo, dicen que me lo grabaron con el aliento de una bruja. A veces pienso que me contaban lo que querían —y rieron las dos.

—Entonces te llamas…

—Iris. Me llamo Iris, La Bruja de las Segundas Oportunidades.

—Por supuesto. 


Y así, se encaminaron las tres juntas hacia la casa con forma de bizcocho y tejado de chocolate, privilegio de las más ancianas del lugar. Úrsula, apoyándose en su bastón, iba mascullando algo de lo que Iris y Águeda no se percataron ya que se iban contando sus  cosas. 


Esa noche, una vez acomodada en su habitación, en su cama con aromas a hatillos de otros tiempos y una almohada rellena con heno de mil flores, Iris durmió como si aquel fuese el sitio en el que llevaba toda su vida. 


En la cocina, Águeda se acercó a la ventana donde la ruda crecía con cada rayo de sol, con cada gota de agua; era tan grande que estaba cubriendo todas las paredes, algo bueno, ya que, cuanto más grande, mayor era el poder de las brujas de esa casa. Se colocó frente a ella y le pidió: por favor, devuélveme lo que esconden tus raíces. Gracias por guardarlo. Abrió sus manos y en ellas quedó depositado un cuaderno que decía: “Para ella, de sus padres”.



Dedicatoria: Para Laura. Para tu segunda oportunidad. Para todas las que vengan detrás. Para tu felicidad. 

Con todo mi cariño y amor verdadero.






Autora:Pilar Gómez Corona.

Imagen: Bruja de lana afieltrada creada por Pilar GC



23 de abril de 2017

Un camello hacia El Llano (Lawrence de Arabia)




“Estuve conduciendo durante todo el día por un camino lleno de piedras, parecía el camino hacia el fin del mundo, hasta que de repente, llegue a una playa fantástica, en cuya orilla había un pequeño, pero encantador pueblo, llamado Carboneras, pensé que sería mi hogar para el resto de mi vida”

Eddie Folie (Localizador)




Los últimos golpes de martillo marcaron el final. El sonido del claveteo fue sustituido por un aplauso unánime, felicitaciones y apretones de manos. Una bella ciudad nacía de forma casi mágica sobre la playa de El Algarrobico, suavizando el agreste paisaje con sus calles salpicadas de palmeras y la blancura de sus casas: Aqaba, la antigua ciudad jordana, lucía ya esplendorosa. 

—¿Padre, adónde va? 
—A ver a los del cine.
—Llévese a Romero, que es mucho paseo. 
—Deja al borrico en paz, ya le mueves tú bastante… pobre animal.
—Pues ande con cuidado.

Manuel comenzó su andadura hacia la playa de El Algarrobico. El día arrancaba luminoso y templado, y aunque el paseo era largo, tampoco había prisa. Decidió pasarse por la playa de El Lancón, por si ya faenaban los jabegotes y con un poco de suerte sacaban buena pesca. Dos de sus nietos se hacían a la mar cada día para alimentar a sus familias, una vida dura que además implicaba preocupación y espera.  

—¡Manuel! Buenos días, ¿cómo usted por aquí tan temprano?
—Pues ya ves, de paseo hacia el río. Me han dicho que han levantao allí un pueblo más grande que el nuestro con cuatro clavos.
—Eso dicen. Todos los mozos y mozas andan como locos por participar en eso del cine. 
—Eso es bueno, José, eso es bueno. Trabajo es lo que hace falta, aunque sea por unos días y cuatro perras… ¿Y vosotros qué? 
—Ahí lo tiene, abuelo. Poca cosa hoy. Na ayer, y así vamos… 
—¿Volvéis a salir o ya guardáis las redes?
—Hay que salir. No queda otra. 
—Pues con Dios, y suerte, hijo. Yo tiro p’arriba que aún me queda un trecho largo.
—Ya nos contará lo que allí se ve, Manuel. ¡Cuando se entere el Pablito…!
—Ya le acercaré pa’que vea lo que hay… o se nos va él solo cuando menos lo esperemos. 
Y continuó su marcha hacia el misterioso escenario de cartón piedra. 

El sol comenzaba a molestar sus ojos y se ajustó el sombrero de paja, la sombra del ala le permitió mirar hacia la Torre del Rayo, una antigua torre vigía que se alzaba, casi en ruinas, en un lugar privilegiado para admirar a diestra y siniestra la preciosa costa desde donde en otros tiempos se vigilaba la llegada de los berberiscos. 

—¡Abuelo… Abuelo! Espera… Esp…
—Pero, criatura… ¿qué haces aquí? ¿Y la escuela? —observaba la imagen de su nieto con ternura mientras éste intentaba recuperar el resuello cabeza gacha y manos apoyadas en las rodillas. 
—Cómo corres, abuelo, creía que te dolían los huesos.
—Eso solo se lo digo a tu madre para que me deje tranquilo. Vuelve a la escuela.
—Que no, abuelo, el maestro se ha ido a ver al médico. Dice que está malo —se incorporó y tomó la mano de su abuelo—. Madre me ha dicho que ibas a ver a los del cine… y…
—Ya… Pues venga. Vamos. Pero no te separes de mí o nos volvemos. 

Como un sol naciente, las casas y edificios de la antigua ciudad de Aqaba emergían en el horizonte.

—¡Mira abuelo, mira!
—Ya lo veo, hijo —se sentó en una piedra grande que a modo de silla improvisada le sirvió para reposar de la caminata. 
Asentada en la desembocadura natural del río Alías, la Aqaba fílmica bullía como si la vida que llenaba sus calles formase parte del lugar y no como el resultado de un magnífico atrezo.  Hombres vestidos con atuendos de otros lugares se mezclaban con los que vestían modernas ropas y manejaban cámaras, portaban altavoces y manipulaban los ropajes de los actores; otros colocaban figuras entre los edificios, “humanos” de madera que parecían cobrar vida con cada llamamiento a la acción. Pero había  algo que mantenía mudo y ojiplático a Pablito, algo que tenía vida propia: los camellos. Un centenar de ellos fueron traídos del Sahara español junto con cientos de caballos de toda España para participar en escenas cruciales de Lawrence de Arabia, la película. 

—Niño, cierra la boca que entran moscas —reía Manuel mientras con un dedo movía la mandíbula de su nieto. 

Una melodía silbada con acierto y una figura conocida se acercaba por el camino. Portaba una caja que parecía de madera y un morral. La altura, el porte y el canturreo que siempre le acompañaban no dejaron lugar a dudas. 

—Hombre, Perico, ¿tú por aquí también? —tendiendo la mano, Manuel saludó efusivo a su antiguo vecino que ahora vivía en el Llano de Don Antonio. 
—¡Cuánto bueno! ¿Qué hace aquí este mocoso? —Pablito apartó la cabeza, aunque Perico consiguió enmarañar su cabello. 
—Hemos venido a ver el cine —contestó el chiquillo.
—¿Vienes de allí, chaval? Te veo cargado —preguntó el abuelo señalando la caja.
—Uno de los carpinteros se machacó una mano hace unas semanas y alguien se acordó de mí, como si no tuviesen suficiente con doscientos… Fueron a buscarme al Llano y aquí llevo desde entones. Me ha venido bien porque estaba con los ojos malos y no podía trabajar en el esparto, pero como hay que seguir comiendo, este jornal me ha sacao del apuro. 
—¿Has estado dentro del cine? ¿Me puedes llevar? ¿Podemos ver a los… los…?
—…Camellos, Pablito, son camellos —le aclaró su abuelo—. No ha dejado de mirarlos desde que los hemos descubierto en ese alto. Lo lleva en la sangre… el aprecio a los bichos, digo. 
—Hay un montón, Pablito. En esta película  son tan protagonistas como los actores —y volvió a removerle el pelo. 
—¿Podemos verlos? —insistía el pequeño.

Perico se mantuvo meditabundo durante unos instantes. Movía una hebra de paja de un lado a otro de la boca mientras paseaba la mirada por el escenario cinematográfico, y les dijo:

—Hice la mili en el Sahara. Tuve la ocasión de montar a esas bestias, también caballos, y hasta vi avestruces… No pensé que volvería a hacerlo, la verdad. Pero se me está ocurriendo…
—Déjalo hombre, si solo son cosas de críos.
—Yo no soy nadie para entrar en la zona de los animales, Pablito, pero estas oportunidades de aventura solo se presentan una vez en la vida. ¿Te gustaría dar un paseo en camello? 
—Sí, sí, por favor… sí… sí…
—Quita, quita… Dejaros de tonterías. Esta gente viene a sus negocios y no van a dejaros jugar con sus animales. A saber lo que les han costado esos bichos… No son juguetes, Pablo, hijo. 

Sin mediar palabra, Perico arrancó con largas zancadas hacia el poblado de cartón piedra. Por más que le reclamaba Manuel voceando su nombre e intentando que regresara, no hubo manera de hacerle parar. Tan solo giró la cabeza y les avisó: 

—No se mueva de ahí, abuelo. Voy a ver qué puedo hacer. Están rodando ahora, estaréis entretenidos.

El abuelo sacó un pañuelo del bolsillo, se secó la frente del sudor que asomaba bajo su sombrero, se sentó de nuevo en la piedra y negando con la cabeza dijo: 

—Dios nos asista…, recuerdo las travesuras de este muchacho y no eran cualquier cosa.  

Ambos pasaron un buen rato entre gritos de ¡Acción!, y  los consecuentes ¡Corten! Tuvieron la oportunidad de ver en movimiento a los actores, vestidos con túnicas blancas y con las cabezas tocadas por un largo pañuelo; otros vestían uniformes militares, otros turbantes… Las mujeres cubiertas de negro desde la cabeza hasta los pies… soldados, cañones… Repetían una y otra vez las escenas para regocijo de los improvisados espectadores. 

—Ven, Pablito, subamos un poco por el camino de la Torre, seguro que desde allí arriba se ve mejor.

Al terminar el ascenso las vistas les dejaron maravillados. El escenario era fantástico, con el mar en calma bordeando la ciudad… Pero a pesar del espectáculo, una imagen sorprendente acaparó su atención: Perico, aparecía ante ellos montado en un magnífico camello. Detrás, un caballo blanco con su montura reglamentaria, les seguía amarrado por las riendas. 

—¡Válgame el cielo, Perico! ¿Qué has hecho? 
—Os presento a Omar y a Rayo. 
—¿Se llaman así? —preguntó Pablito.
—En realidad acabo de bautizarlos.
—Pues no eres muy original que digamos —comentó Manuel—. Has robado estos animales. ¿Qué pensarán de nosotros? Nos buscarán… Nos detendrán…
—Vamos, abuelo, no exageremos —alegó Perico—, ni se darán cuenta de que faltan. Son muchos los que tienen de repuesto. 
—No son piezas de molino, bruto, son animales. Devuélvelos ahora mismo. 
—Claro que los vamos a devolver, pero antes vamos a pasear por el monte hasta el Llano. Abuelo, póngase esto en la cabeza, y tú este turbante Pablito. 
—¿Qué es esto? Nos vas a meter en un lío… —insistía el abuelo mientras daba vueltas al pañuelo blanco.
—Lo suyo, abuelo, se llama kafiyyeh y es, junto con la túnica, que aquí tiene una, la indumentaria árabe. Y a Pablito le he traído un turbante turco, como los que están en el campamento de la rambla. 

Pablito corría de un lado a otro emocionado, con el turbante balanceándose en su cabeza e instigando a su abuelo para que se colocase el pañuelo y la túnica. Perico les ajustó las vestiduras a ambos y, una vez que los tres estuvieron listos, comenzaron su expedición como si del mismísimo Lawrence de Arabia se tratase. 

—Pablito, tú montarás el camello, ya verás qué cómodo. Tiene una especie de silla sobre la joroba hecha a base de mantas y una piel de carnero, siéntate sobre ello y agárrate fuerte. Espera a que Omar se arrodille para que puedas subir bien —y con destreza, hizo que el animal se arrodillase, y entre ronquidos que asustaron, aunque no espantaron al pequeño Pablo le aupó y asentó sobre la joroba del animal que esperó paciente—. ¿Ya estás bien agarrado, Pablo? Ahora vas a subir muy alto. ¡Vamos allá! —Pablito, obediente y expectante, se abrazó fuerte a la piel y las coloridas mantas y entre risas y la advertencias de su abuelo, fue ascendiendo a la vez que Omar obedecía las precisas órdenes de Perico—. ¡Ya estamos arriba! ¿Ha sido divertido? —el niño asentía emocionado y se recolocaba sobre su asiento después de las sacudidas del ascenso—. Le toca, abuelo. Suba al caballo. Es como montar a su borrico pero un poco más alto. Vamos. Un, dos… ¡tres! Ya estamos. 
El niño reía. Manuel no pronunciaba palabra, y camuflado bajo su tocado árabe se dejó llevar camino abajo, camino arriba, por los montes de la Sierra de Cabrera. Perico, en medio de ambas monturas, caminaba y les guiaba mientras comenzó a relatar la historia de un hombre que conquistó una ciudad…

—Durante la Primera Guerra Mundial, un oficial británico, junto con un ejército de beduinos, cruzó el desierto camino a la ciudad de Aqaba para arrebatársela a los turcos. A ese hombre le llamaron Lawrence de Arabia…

Al cabo de las horas, pensaron que era el momento de dar la vuelta, y decidieron, imbuidos por las magníficas historias de batallas lejanas y viendo que nada había pasado por su fechoría, hacer una entrada triunfal en Carboneras. Al llegar a la plaza del Castillo de San Andrés, y bajo la estupefacción de los vecinos, cruzaron parsimoniosos por delante de las ruinas hasta que, de forma sorpresiva, fueron llamados a detenerse. 

—¡Alto! —ordenó levantando el brazo un guardia civil de los de tricornio y pistola—, ¿se puede saber qué hacen con estos animales y vestidos de esa guisa?
—¡Hola, Sebastián! —Saludó decidido el abuelo.
—Pero… Manuel, por Dios, ¿qué haces montando este caballo?
—Pues ya ves,  dando un paseo al nieto, que se ha puesto pesao.
—Disculpe usted, Seb… Agente de la Autoridad, pero venimos de recoger a estos animales que hemos encontrado vagando por el monte —aclaró Perico—. Como puede ver, llevo herramientas de trabajo, soy uno de los carpinteros del escenario de cine, y según regresaba de allí, encontramos a estos pobres bichos perdidos. 
—Que conste a todos ustedes que nosotros solo estábamos de visita en el lugar de los hechos —apostilló Manuel al ver que tras los guardias había tres hombres hablando entre ellos de forma ininteligible, y por sus ropas y su aspecto eran con total seguridad los visitantes americanos. 
—Se preguntarán ustedes, y con razón, qué hacemos con estos ropajes, pues yo se lo explico —continuó Perico con la narración de los hechos—: el camello portaba una cesta y dentro estos disfraces, y claro, dada la situación y por divertir al chaval, hemos decidido…
—¡Vale ya, hombre! —espetó el guardia civil—, esto es de guasa, Perico. Mira que hacía años que no tenía que llamarte la atención. Pero tener que hacerlo con usted, abuelo… esto sí que no me lo esperaba. Y ese crío, ahí en alto, para darse un buen castañazo subido en esta bestia…
—No son bestias, Sebastián, son animales, solo animales…
—¡A callarse todo el mundo! —concluyó el guardia.

Uno de los testigos americanos, se acercó y, por medio del traductor, algo debió decirle que apaciguó los ánimos del Sargento. El hombre, alto y bien vestido, sostenía una sonrisa ladeada y parecía divertirse mientras observaba la escena. 

—A ver, dadme los nombres completos, que me los pide aquí este señor… Y bajaos ya de ahí, que me he cansao de mirar p’arriba.

Desmontaron nieto y abuelo. El niño se entretuvo acariciando a Omar y a Rayo que movieron sus cabezas complacidos. Devolvieron los ropajes y acompañaron a los guardias al cuartelillo donde, lejos de lo que pensaban, tuvieron que contar una y otra vez su aventura entre las risas de unos y los gestos de desaprobación del que les había llamado la atención. Incluso Perico se fumó un par de cigarrillos con el Cabo Primero. 


***


Toma primera. Asalto a la ciudad de Aqaba… ¡ACCIÓN! 

A la puerta de su casa, un anciano ricamente vestido, fumaba un narguile. A su lado, un niño  jugaba con las nubes de humo que ascendían desde la boquilla. De repente, gritos, cañonazos, soldados que corrían rifle en mano: “¡Al frente, al frente!” “¡Arriba, arriba!”…  A lo lejos, envueltos en una gran polvareda, el sonido de cientos de caballos al galope anunciaba lo que sería el ataque a la ciudad jordana de Aqaba. A la cabeza, Lawrence de Arabia, montado en su camello, instigaba al ejército que le seguía a invadir la ciudad. Todo parecía perdido. 

—¿Quién es el que está corriendo como loco sobre ese camello? 
—Pues… un figurante más… supongo.
—Está a punto de ensombrecer a O’Toole. ¡Nos va a estropear la escena! 
—¿¡¡Quién es ese, quién es ese!!?
—Cámara, ¿la toma es válida?
—Sí, sí, no hay problema, ya le ha adelantado y todo va bien, ¡es una bala!
Desde el sillón del Director se escuchaban carcajadas, y una letanía repetida con pronunciado acento inglés: Perico… ja ja ja… Perico… ja ja ja…

¡COOORTEN! 

©Pilar Gómez

Relato incluído en el libro: La narrativa tenía un precio