28 de agosto de 2010

La advertencia.



“Cuando te asomas al infierno, el infierno te devuelve la mirada.”
Antiguo poema gaélico.
***



Despierto poco a poco, como saliendo de un túnel. Estoy atada de pies y manos, con los ojos vendados y amordazada. Respiro con dificultad. El escaso aire que entra por mi nariz es insuficiente para llenar mis pulmones.

Intento liberarme de las ligaduras que me aprisionan y me mantienen tumbada en un colchón que huele a viejo, pero tiran de mí, me hieren como garras.

Me siento aturdida, con la boca seca y un sabor amargo y penetrante.

Hace mucho calor. La lucha me tiene agotada. Intento gritar, pedir socorro, pero sólo consigo hacerme daño en la garganta.  Mi vejiga está a punto de explotar. No aguantaré mucho más.

Algunas imágenes asaltan mi memoria: Hubo forcejeo, una mano sobre mi cara, ese olor intenso, la oscuridad…

Se escuchan pasos… Expectante, me mantengo en una apnea voluntaria para concentrarme en los sonidos que me rodean. Un último golpe retumba a mi lado. ¡Ya está aquí!

Pega su rostro al mío. Su piel es áspera y huele a tabaco.

Te dije que no llegases tarde a casa, que llegaría mi momento. Pero no me creíste.

Me habla despacio al oído, susurrando. Con una mano me abarca el cuello y levanta mi barbilla. Con un repentino tirón despega la cinta de mi boca y lentamente lame mis labios una y otra vez.

Intento zafarme, pero él presiona mi mandíbula e impide el intento de evitar su lengua que recorre cada punto de mi rostro, impregnándome de saliva.

¿No te gusta? ¡Lástima! A mí sí.

Asqueada y temblorosa suplico que me suelte, hasta que una náusea me provoca el vómito y me orino encima.

¡Vaya! ¿Te has hecho pis en las braguitas? ¡Cochina! Ahora tendré que limpiarte.

Oigo agua correr.

Con una esponja lava mi cara restregando con saña. Continúa con mi cuerpo. Arranca mis bragas. Me revuelvo, ruego que pare, pero él sigue empapándome, dejando caer un chorro abundante por mi entrepierna mientras me frota con insultante parsimonia.

Se aleja. Vuelve el silencio.

Le pido sumisa que me quite la venda de los ojos y me desate, que haré todo lo que quiera, que no me haga daño… El pánico se apodera de mí. Pero solo consigo que me abofetee y vuelva a ponerme la mordaza.

Me decepcionas. ¿Te estás entregando? Eso ya lo hiciste cuando desoíste mis llamadas, y ahora…, eres mía. Puedo tenerte en este momento, y mañana, o, también… puedo matarte.

De nuevo descubre mis labios. Mis lágrimas empapan la venda de los ojos. Ya no sé qué decir, ni qué hacer o pensar. Me desespero con las ataduras…

Intento entablar una conversación con él. ¿Quién eres?, pregunto. ¿Por qué me haces esto?

Mi única respuesta es un sonido chirriante, como si… estuviese afilando cuchillos. Tiro y tiro de las cuerdas.

Arqueo mi cuerpo. Chillo, imploro.

Aburres con tanta súplica y tanto lamento. Deja de luchar, es inútil. Sin embargo, ¡quieres conocerme! ¿Tienes curiosidad, interés, o… sólo miedo? Te lo pondré fácil.

Agarra mi brazo y desata la muñeca derecha. Toma mi mano y la dirige hacia su rostro para dibujar con mis dedos cada facción: La nariz, sus labios abiertos, los ojos cerrados. Tiene la cabeza rapada, me raspa. Peleo en un intento por soltarme, se burla, me increpa y se carcajea jocoso. Baja por el cuello, se acaricia el torso desnudo, sudoroso y libre de vello. Clava mis uñas en su pecho mientras jadea. Balbucea mi nombre.

Respira agitado con manifiesta excitación. Se detiene en su miembro erecto. Entretanto, comienza a recorrer mi cuerpo con algo frío y cortante. Ha cortado los tirantes de mi vestido y lo desliza hacia los pies. Acaricia mi vientre, mis senos, rodeando mis pezones con la punta del cuchillo. Entre sollozos le pido que pare. Mi respiración acelerada le excita más. Pronuncia en mi oído palabras obscenas que recalca con intención.

Siento un fuerte tirón del brazo aún atado y lo libera. Sujeta con fuerza mis manos por encima de mi cabeza.

Muerde mis labios, impregna mi boca de un aliento agrio y besos de una fuerza desmedida. Se acuesta a mi lado. Me atrae hacia él y me abraza con brutalidad. Yo lucho. Él gime.

No puedo más. Me abandono a la repugnante fricción. Con un lento giro se coloca encima de mí. Envuelve su cintura con mis brazos y con sus piernas abre las mías. El intenso contacto me provoca arcadas, pero aumenta la presión hundiéndose en mí.

¿Te gusta, pequeña zorra? Sabes lo que quiero escuchar… ¡Pídelo!

Presiona el cuchillo contra mi garganta mientras me tira del pelo hacia atrás.

¡Ssshhhh! Tranquila... Dímelo, pídeme eso que tanto deseas, o te cortaré este precioso cuello, así… muy despacio. 



El filo cortante se clava en mi carne. Se desliza, se humedece mi piel, me quema. ¡Para, para, por favor! Lo diré, lo d…

Libera mis ojos de la venda que los cubre, y entre sombras, vislumbro sobre mí sus ojos, negros como el abismo de la muerte… La mirada del infierno.

Te advertí que no llegases tarde a casa…




© Pilar G.C.



(Relato ganador Primer Certamen Susticuentos. Taller de Cuentos)

27 de agosto de 2010

Viento de Levante.


Mira que te lo avisé. ¡Cuidado con la mar, cuidado con la mar! Pero no, vosotros los jóvenes no atendéis a razones. ¿Crees que después de tantos años bregando en estas aguas no sé lo que digo? No se puede jugar en un día de levante. ¿Y ahora qué? Espero que hayas aprendido la lección. ¿Recuerdas el naufragio del año pasado? Fue espantoso. Esos cuerpos flotando en el agua, o en la arena de la playa, algunos descalabrados como aquel viejo que llevaba una foto pegada al pecho. Seguro que intuyó su destino con el primer golpe de mar y quiso llevarse consigo el recuerdo de esos niños, sus nietos tal vez. ¡Qué horror! Nunca olvidaré a esas mujeres llorando, gritando, abrazando los cuerpos de sus hijos y maridos. Y éstas tuvieron suerte de poder darles el último abrazo, porque aún hay quien sigue esperando que la mar vomite lo que se tragó entonces. María nunca se recuperó de su pérdida. Diecinueve años tenía su Julián cuando se lo llevó aquella tormenta.

Y llegas tú, mi joven e inexperto marinero, como si todo eso hubiese sido en vano, y te vas a estrenar tu barquita recién pintada para impresionar a tus amigos. ¡Qué estupidez! ¿Has visto cómo has dejado el bote? Mírale, ahí, abandonado, cubierto de algas y tiñendo de colores el agua que lo rodea. Esto es algo que no entiendo muy bien. Nunca había visto esa espuma tan extraña, pero es bonita, sí, es como un cuadro multicolor firmado por uno de esos pintores modernos. Pero no te preocupes, yo seguiré aquí, vigilando que nadie se lo lleve. En cualquier momento aparecerás nadando entre ese arcoíris marino y arreglaremos todo este desaguisado. Pero date prisa, porque hay quien se empeña en convencerme de que no volverás. ¡Qué ignorantes! No saben que entre el mar, tú y yo, hay un pacto. No, no te quedarás ahí para siempre, él me devolverá lo que es mío, aunque tenga que seguir esperando otros veinte años más. Seguro que tienes muchas aventuras que contarme. Ya serás un hombre y, hasta puede que no vengas solo, puede que te acompañen dos o tres criaturas, hijas de una sirena que te acogió entre sus brazos y conquistó tu corazón, sí, por eso tardas tanto en regresar a mí.



—Abuelo, ¿qué haces aquí otra vez?

—Esperando.

—Pues ya has esperado bastante.  Venga, vamos a casa.

—Mi hijo me necesitará aquí cuando salga del agua.

—Sí, abuelo, sí. Pero hoy ya se ha hecho tarde.

—¿Has visto qué bonita está el agua con esa espuma de colores?

—¿Colores? Abuelo, son las olas del levante, y te vas a mojar.

—El levante, claro, otra vez el levante…

4 de julio de 2010

ÉL


Su cuerpo obedece a un impulso irrefrenable. Aun siendo consciente del momento, no es capaz de renunciar a aquella absorbente locura. Como atraída por un imán, avanza descalza por un suelo hiriente, aunque eso no importa.

Él la espera sereno, hierático, con los brazos abiertos, deseoso de poseerla. Sabe el efecto que ejerce sobre ella y clava la mirada en aquel sugerente cuerpo que se aproxima parsimonioso.

Al acercarse a su destino, respira agitada, le tiemblan las piernas, teme caer, pero el deseo puede con la debilidad. Son pensamientos tortuosos, sabe cuál será el final de todo aquello, el instante que cambiará su vida… ya inevitable.

Él abraza con fuerza su cintura. Lentamente, le acaricia la espalda, cada centímetro de piel. Con extrema dulzura despeja cada mechón de cabello, liberando un cuello blanco y palpitante.

Ella siente un aliento frío, casi helado sobre la boca. Ya no hay marcha atrás, tampoco la quiere. Sabe que las cartas están echadas, necesita entregarse. Cuando siente los labios en el cuello se abraza al cuerpo de su amante aferrándose a aquella prisión en la que vivirá para siempre.

Él hunde sus colmillos con fuerza, bebiendo la sangre que satisface una urgente necesidad de vida, que con la última gota, les unirá para siempre.  Un amor inmortal entre las tinieblas de la eternidad.


©Pilar G.C.

27 de junio de 2010

Gato


Cuando miro a Betty, mi gata, veo a un ser especial. Tiene una belleza serena, envuelta en una preciosa mata de pelo de un tacto sedoso que invita a acariciarlo, con sus colores bien definidos, y esos ojos verdes, grandes y tan expresivos.

Ella es una afortunada, lo tiene todo: comida, agua limpia, higiene, mucho cariño, una cama, o varias, ella elige dónde dormir y hasta médico privado.

Hace un par de noches un colega callejero se coló por la ventana de mi apartamento en la playa, sí, Betty está en la playa, también tiene vacaciones. Imagino que nuestro amigo vendría al olor de la comida, ya que mi gata no es apta para otros menesteres, ya sabéis. Cuando nos dimos cuenta se armó un buen follón, ladridos de Emi, la perrita, el despertar repentino que nos puso el corazón en la boca… ¡menudo susto! Pobre animal, pensé, tan solo quería un poco de alimento. Pero salió haciendo fu, como es normal en un gato, sin saber que aquí nadie le hubiese hecho daño. Cosas de la vida callejera, supongo, estar maleado enseña mucho.

Entonces imaginé…   Seguro que han estado un buen rato juntos — viendo el vacío de los platos de comida— ¿Qué se habrán contado?…

¡Hola! ¿Quién eres tú?

—¡Hey, tranquila, vengo en son de paz!

—¿En son de paz? Bueno, si tú lo dices, no he pensado nada en contra.

—He olido la comida y… tengo hambre, ¿sabes? Y, esta agua… ¡está tan limpia!

—¡Ah! Si es por eso, puedes comer y beber todo lo que quieras, en cuanto se acabe me pondrán más.

—¡Vaayaa! Eres una gatita afortunada.

—¿Es que tus padres no te dan de comer?

—¿Mis padres? Ja, ja, ja… ¿Qué padres? Vivo solo, preciosa, mis viejos hace tiempo que desaparecieron. Nadie me pone comida en un platito.

—¿Y qué haces para vivir?

—Pues eso mismo, buscarme la vida, hurgar en las basuras, esperar que alguien me eche un pedazo de algo, beber en los charcos…, saltar por las ventanas, aunque esto es lo más peligroso.

—¿Peligroso?

—¡Pues claro! ¿En qué mundo vives? Bueno, ya, qué cosas digo. Tú tienes padres, y casa. Tan solo hay que verte para saber cómo es tu vida.

—No te entiendo, mi vida es de lo más normal, como la de cualquiera.

—Ja, ja, ja, ja… Sí, eso, como la de cualquiera. ¿Has dormido alguna vez en la calle? ¿Has pasado más de tres días sin comer apenas? ¿Te han dado una patada o te han tirado del rabo? ¿Has tenido que huir de esos energúmenos que te persiguen para darte una paliza, en el mejor de los casos?

—Y, ¿por qué iban a hacerme todo eso? Yo no he hecho nada malo a nadie para que me hagan daño.

—¿Y crees que yo sí? Me limito a sobrevivir y a esquivar problemas. Pero soy un gato, igual que tú, aunque dudo que sepas incluso lo que eres.

—Bien, de acuerdo, “somos” gatos, como tú dices, ¿es eso un problema?

—Para ti no, evidentemente, pero en la calle no es lo mismo que en tu mundo de algodón. Aquí somos seres sucios, infectos, hasta peligrosos para algunos. Somos el objetivo de los que quieren pasar un buen rato haciéndonos pagar vete a saber qué problemas, o simplemente, un rato de risas sacándonos los ojos y escuchando nuestros gritos… ¿lo has visto alguna vez, lo has escuchado?

—¡No, por favor, no! Ni siquiera me creo todo eso que me cuentas. Ellos no son así.

—No, contigo no, con los que tienen la misma suerte que tú, no. Pero no todos los gatos de casa vivís igual. Algunos no tienen un buen final y acaban con nosotros en las calles, asustados, desconcertados, débiles y a merced de cualquier peligro. ¡No sabes lo que tienes, nena! Disfrútalo mientras puedas.

—Yo no acabaré así, eso son tonterías tuyas.

—Ojalá lleves razón. Pero, si alguna vez necesitas algo de este viejo gato, búscame por las calles, estaré encantado de ayudarte, damita. Aunque… deberías adelgazar un poco para poder seguir mi ritmo… ja, ja, ja.

—Creo que vas a tener que irte ya.

—¿Ah, sí? Perdona si te he molestado, yo sólo…

—No, no me molestas en absoluto, pero estoy escuchando a Emi salir de la habitación y no creo que le guste verte por aquí, es algo quisquillosa, aunque no te apures mucho, es lenta y poco peleona, a mí no me cuesta nada chincharla.

—¿Emi? ¡Ehh! No será un… ¿perro?

—Eso lo sabrás tú mejor que yo, ya que eres experto en clasificarnos a todos. Mira, ahí llega, y no viene sola, creo que mi padre la acompaña.

—¡Hora de irse! Ha sido un placer…

—Betty, me llamo Betty.

—Pues, encantado de conocerte, Betty, y gracias por la comida y la charla. Saltaré por la ventana, ¡nos vemos!... fu, fuu, fuuuu…

© Pilar G. C.

25 de junio de 2010

Pedro






Un tazón de leche caliente, con pan migao, tomado con calma, con deleite. Así comienza el día Pedro, el de la Mari. Después, un aseo minucioso con agua fresca, por partes, como acostumbraba hacer en el barco durante aquellas largas jornadas de pesca. Se viste con su camisa azul y su pantalón gris; se aprieta el cinturón al que ha tenido que añadir un agujero más y, tempranito, sale a dar su paseo por las tranquilas calles del pueblo que le vio nacer hace ochenta años.

Carboneras huele a mar, a ese mar que lo sujeta y baña sus playas. El sol asoma en el horizonte hundiendo sus rayos en las aguas cálidas y cristalinas que en unas pocas horas harán las delicias de turistas y vecinos mientras ribetean la arena con sombrillas y toallas de colores.

 El verano trae bullicio a sus calles, pero también risas y abrazos, esos de los hijos que visitan a sus padres; de los amigos que se reencuentran. El que regresa. El que descubre. 

Hubo un tiempo en que por sus playas pasearon camellos y hombres con turbante que resultaron ser actores de Hollywood. Paisajes privilegiados para recrear otras tierras, otras batallas y otras épocas. Y aunque Pedro prefiere recordar las tomateras que sembraban la montaña, o el sabor dulce de los higos chumbos recién  robados, aquello de Laurence de Arabia, fue grandioso y dejó huella.  

Pedro cruza el parque hacia el Castillo de San Andrés. Hoy ha decidido visitar a su amigo Antonio que no anda muy bien; aunque Antonio lleva tanto tiempo quejándose que ya no se sabe cuándo es el reuma o la desidia. Ya de niño eras un llorón, le dice Pedro al verle sentado a la puerta de casa con cara de pocos amigos. Con su habitual parsimonia, cada uno se lía un cigarrillo, el primero del día, ¡ay si mi Mari me viese!, pensaba Pedro mientras humedecía el fino borde del papel de fumar; y es que ella siempre prefirió otro aroma, ya que echas humo, que sea dulce, le decía. Y Pedro sonreía al acordarse, con cada chasquido que prendía la mecha.

En los recuerdos de Pedro habitan las muchas sonrisas de Mari al verle llegar al puerto donde esperaba su regreso a la puesta de sol, junto con las esposas de los tripulantes de “La Marina”; aquella sonrisa serena, el beso en la mejilla, el olor de su pelo… 

Para Pedro, atrás quedaron ya esos tiempos de lucha en la mar, cuando se vivía a razón de una buena captura, cuando la faena del día significaba el alimento y la manutención de la familia. Las largas jornadas entre el cielo y el mar con sus compañeros de trabajo: Pepe, Juan, Blas el tuerto, a quien un golpe de mar arrebató un ojo. Buenos hombres que eran su familia, todos eran uno, dentro y fuera del barco. El bueno de Sebastián, el patrón, orgulloso al presentar un buen número de atunes en la lonja; el comienzo del rítmico canturreo de la subasta, frenético en ocasiones y que aún resuena en su memoria.  Buenos tiempos al fin y al cabo. Porque, Pedro, nuestro marinero, ha tenido suerte en la vida, la mar lo ha tratado con cariño y eso es de agradecer, sí señor, es de agradecer.

—¿Qué, cómo estás?
—Tirando, que no es poco. 
—Pues despacico, que hoy apretará el calor. 
—Con Dios, Juana, con Dios.

Juana, Luis, Simón, Antonio… vecinos de la misma calle donde jugaban cuando chicos, igual que su Mari. Siempre fueron de la misma pandilla, hasta que ella cumplió los doce y sus padres decidieron que se ocupara de otras cosas; eran muchas las tareas en casa: seis hermanos, la abuela Catalina y su mala cabeza… 

Entre ellos siempre hubo algo especial y Pedro decidió, ya entonces, que sería la madre de sus hijos. Y así fue. Al regresar del servicio militar, habló con sus padres, quienes ya le querían como a un hijo, y ella aceptó un largo noviazgo que pasearon por las calles del pueblo, bien a la vista de todos. Don Ángel, el párroco, les instigaba de vez en cuando para que dejasen los paseos y colgasen las amonestaciones, aquí hacen falta niños, y ya tenéis edad. Iré a hablar con tus padres, Mari. Y a ella se le encarnaba el rostro, miraba de reojo a su novio que agachaba la cabeza y ladeaba la boca satisfecho por el empujón, que ya tenía ganas de abrazarla a solas, de despertar con ella cada mañana, de compartir la vida; y sí, también de esos niños corriendo a su alrededor.

Casarse, tener los hijos que Dios les diese y ocuparse de su hogar. Eso y esperar cada tarde el regreso de su marido. Mari, nunca quiso otra cosa. Quería a Pedro, ese hombre tranquilo, trabajador y bien anclado en el pueblo sin miras de emigrar como hacían otros muchos por aquel entonces, unos por necesidad, otros por aventura. 

Se casaron en la Iglesia de San Antonio una primavera, a la que sucedieron otras cincuenta y alguna más. Fueron bendecidos con cuatro hijos, todos varones, y a cada uno le dieron la mejor educación de la que fueron capaces. Y fueron felices, a pesar de una humildad casi excesiva a la que vencieron con  trabajo y un amor discreto y profundo.

Ahora, a sus muchos años, Pedro se alimenta de estos recuerdos mientras pasea su cuerpo, ya cansado, por el puerto, saludando, observando a aquellos que ahora faenan en los barcos y, como antaño, luchan por sobrevivir, eso no  ha cambiado; las cosas se han modernizado, sí, pero el trabajo sigue siendo el mismo, como la mar que sigue dando y quitando… Porque algunas almas se ha llevado, la muy… Pero es la vida del marinero, y no hay más.

Mari también se fue, se la llevó la vejez. Los hijos partieron a otros pueblos con más oportunidades, aunque cada verano vuelven: ya se sabe, la tierra de uno tira, y la familia, los amigos. Algún arreglillo en la casita de Pedro siempre hay que hacer; el salitre todo se lo come y de eso se encargan ellos. De eso y de mostrar a su padre que las cosas se han hecho bien, porque Pedro está muy orgulloso de sus hijos y espera la llegada de las vacaciones, a los nietos, con esa alegría que traen los niños y la juventud.

Y así pasan los días, entre el vivir recordando y el vivir esperando. Y aunque en aparente soledad, no se siente solo, está en su pueblo, con sus vecinos de toda la vida, con su mar siempre delante y ese sonido cadencioso que acompaña sus sueños. Y, por supuesto, tiene a su Mari en el corazón, con esa dulce sonrisa que cada noche le regala, al cerrar los ojos.

Hoy, Pedro se decide a pasear por la playa, quiere ver cómo va el bote de Simón, si ya terminó de pintarlo, si ya le puso nombre. El mozo andaba dudando, que si Dolores, que si La Lola o La traviesa… “Nómbrala como te diga el corazón, muchacho. Es tu vida lo que llevas en esa barca”, así le decía hace unas semanas cuando Simón comenzó a darle vueltas al asunto.

Hoy, Pedro se siente especialmente nostálgico y muy fatigado. Hoy no liará uno de sus cigarrillos, sacará su pipa, esa que tanto le gustaba a Mari, "¡qué perfume tan dulce!", decía, cada vez que el tabaco humeaba. Porque hoy no es un día cualquiera. Hoy necesita estar muy cerca del mar, hundir sus manos en él. 

Hoy, siente que el faro de su vida se apaga, que debe despedirse. 


© Pilar G. C.

Relato incluído en el libro: Donde el Mar se hace carbón. 

21 de junio de 2010

Comenzamos...


Acaba de llegar a casa. Casi veinte días ingresada habían dado para mucho. Demasiado tiempo para pensar y ver otras realidades. El cuerpo es frágil, y eso no lo olvidaría nunca.

Siempre he sido una mujer fuerte, mi salud había flaqueado pocas veces, pero en aquella ocasión comprendí que eso también podía fallar. Me senté en el sofá mirando a mi alrededor, disfrutando cada detalle de mi hogar, respirando el aroma que lo caracteriza. ¡Qué bien me sentía en ese momento! Todo había pasado, ya estaba a salvo. 

Estaba decidida a disfrutar cada minuto de mi vida, más aún de lo que lo había hecho hasta ese momento. Hacer todo aquello que me hacía feliz, y que mis circunstancias me permitían.  Mis hijos, mi marido, mi familia, mis animales, las vacaciones, mis aficiones... o un simple paseo.

Me detuve a observar la librería, aquellos libros que había leído, los que me faltaban por leer... La colección de clásicos que tan buenos momentos me proporcionaba. En otro apartado, otros tantos títulos que había ido adquiriendo con el tiempo, o los que me habían regalado, los heredados de la infancia... Pero había más, muchos más que yo desconocía. No me bastaba con leer lo que me recomendaban mis familiares y amigos, o el último premio de tal o cual certamen literario. Necesitaba indagar, ampliar mi lista de autores y sus obras.

Y ahí estaba él, mi pequeña ventana al mundo. Abrí el ordenador y comencé mi búsqueda. Así fue como comencé a moverme en foros de literatura. Qué mejor lugar para informarme, leer opiniones, empaparme de todo lo que me interesaba. 

Jamás imaginé el maravilloso mundo que iba a descubrir. Las personas que iba a conocer. Tantas lecturas interesantes. Y aún quedaba lo mejor.

Viví momentos increíbles, situaciones divertidas, curiosas, sorprendentes. Comencé a comunicarme con lectores, escritores o compañeros que, como yo, simplemente opinaban. Asistí a enfrentamientos, discusiones... ¡Fue sensacional!

Allí conocí a personas que hoy forman una parte muy importante de mi vida. Nunca pensé que a través de una pantalla, intercambiando post, leyendo sus intervenciones, opinando sobre ellas, compartiendo ideas y sentimientos, un Nick, un avatar o una una foto velada, se convertirían en amigos y confidentes.  No podía pedir más.

Y así, de la mano de Marta, llegué un día a Taller de Cuentos. Allí estaban ellos, los más afines a mí, los más divertidos, los mejores.  Algunos de ellos habían publicado ya, otros estaban a punto de hacerlo, otros compartían escritos que Marcelo corregía con el apoyo de todos los demás. Porque de eso se trataba, de aprender a contar, de disfrutar haciéndolo. Algunos con ideas de futuro, otros por diversión, todos tenían algo que decir y lo hacían bien. 

Un día decidí probar con una consigna, bonita palabra para mí. Nunca había mostrado mis escritos, eran un acto íntimo: Cartas, pensamientos, recuerdos, reflexiones que guardaba en un cajón, o que rompía una vez escritos. Demasiado personales para ser encontrados. Pero con aquel ejercicio me sentí bien. Quizás porque fue bien acogido, corregido con cariño, leído por mis compañeros.  Sí, claro, aún me quedaba mucho por aprender. ¡Tenía tantas lagunas! Pero aquello me abría un enorme abanico de posibilidades. Era como comenzar a estudiar de nuevo. Manuales de escritura, consejos de escritores consagrados, gramática, ortografía... Estaba emocionada. Descubrí que aquellas historias que mi imaginación creaba no se quedarían en un cajón bajo llave. 

Había comenzado a escribir. 

Aún sigo aprendiendo. No tengo pretensiones concretas. Pero disfruto con cada pequeño relato. Una imagen, un viaje, una noticia, un recuerdo y ¡zas!, mi imaginación comienza a trabajar, el teclado a echar humo y mi cerebro a sufrir con las correcciones, ja, ja, ja, muchos de vosotros ya sabéis a qué me refiero. 

Hoy no podría pasar sin ello. Necesito escribir, aunque a veces se quede en una carpeta más en mis documentos. Sigo escribiendo cosas que son solo para mí, otras, las que mi creatividad me permite y cuando la musa me acompaña, las he compartido con aquellos que considero mis amigos. Ahora, me gustaría hacerlo con vosotros, desde la humildad y el respeto a todos aquellos que, de verdad, sois grandes escritores. Leer, comentar, compartir conmigo todo aquello que queráis. Yo, con vuestro permiso, seguiré aprendiendo de todos vosotros.

Estáis en vuestra casa.

¡Bienvenidos a Contando Cuentos!

Pilar.