27 de junio de 2010

Gato


Cuando miro a Betty, mi gata, veo a un ser especial. Tiene una belleza serena, envuelta en una preciosa mata de pelo de un tacto sedoso que invita a acariciarlo, con sus colores bien definidos, y esos ojos verdes, grandes y tan expresivos.

Ella es una afortunada, lo tiene todo: comida, agua limpia, higiene, mucho cariño, una cama, o varias, ella elige dónde dormir y hasta médico privado.

Hace un par de noches un colega callejero se coló por la ventana de mi apartamento en la playa, sí, Betty está en la playa, también tiene vacaciones. Imagino que nuestro amigo vendría al olor de la comida, ya que mi gata no es apta para otros menesteres, ya sabéis. Cuando nos dimos cuenta se armó un buen follón, ladridos de Emi, la perrita, el despertar repentino que nos puso el corazón en la boca… ¡menudo susto! Pobre animal, pensé, tan solo quería un poco de alimento. Pero salió haciendo fu, como es normal en un gato, sin saber que aquí nadie le hubiese hecho daño. Cosas de la vida callejera, supongo, estar maleado enseña mucho.

Entonces imaginé…   Seguro que han estado un buen rato juntos — viendo el vacío de los platos de comida— ¿Qué se habrán contado?…

¡Hola! ¿Quién eres tú?

—¡Hey, tranquila, vengo en son de paz!

—¿En son de paz? Bueno, si tú lo dices, no he pensado nada en contra.

—He olido la comida y… tengo hambre, ¿sabes? Y, esta agua… ¡está tan limpia!

—¡Ah! Si es por eso, puedes comer y beber todo lo que quieras, en cuanto se acabe me pondrán más.

—¡Vaayaa! Eres una gatita afortunada.

—¿Es que tus padres no te dan de comer?

—¿Mis padres? Ja, ja, ja… ¿Qué padres? Vivo solo, preciosa, mis viejos hace tiempo que desaparecieron. Nadie me pone comida en un platito.

—¿Y qué haces para vivir?

—Pues eso mismo, buscarme la vida, hurgar en las basuras, esperar que alguien me eche un pedazo de algo, beber en los charcos…, saltar por las ventanas, aunque esto es lo más peligroso.

—¿Peligroso?

—¡Pues claro! ¿En qué mundo vives? Bueno, ya, qué cosas digo. Tú tienes padres, y casa. Tan solo hay que verte para saber cómo es tu vida.

—No te entiendo, mi vida es de lo más normal, como la de cualquiera.

—Ja, ja, ja, ja… Sí, eso, como la de cualquiera. ¿Has dormido alguna vez en la calle? ¿Has pasado más de tres días sin comer apenas? ¿Te han dado una patada o te han tirado del rabo? ¿Has tenido que huir de esos energúmenos que te persiguen para darte una paliza, en el mejor de los casos?

—Y, ¿por qué iban a hacerme todo eso? Yo no he hecho nada malo a nadie para que me hagan daño.

—¿Y crees que yo sí? Me limito a sobrevivir y a esquivar problemas. Pero soy un gato, igual que tú, aunque dudo que sepas incluso lo que eres.

—Bien, de acuerdo, “somos” gatos, como tú dices, ¿es eso un problema?

—Para ti no, evidentemente, pero en la calle no es lo mismo que en tu mundo de algodón. Aquí somos seres sucios, infectos, hasta peligrosos para algunos. Somos el objetivo de los que quieren pasar un buen rato haciéndonos pagar vete a saber qué problemas, o simplemente, un rato de risas sacándonos los ojos y escuchando nuestros gritos… ¿lo has visto alguna vez, lo has escuchado?

—¡No, por favor, no! Ni siquiera me creo todo eso que me cuentas. Ellos no son así.

—No, contigo no, con los que tienen la misma suerte que tú, no. Pero no todos los gatos de casa vivís igual. Algunos no tienen un buen final y acaban con nosotros en las calles, asustados, desconcertados, débiles y a merced de cualquier peligro. ¡No sabes lo que tienes, nena! Disfrútalo mientras puedas.

—Yo no acabaré así, eso son tonterías tuyas.

—Ojalá lleves razón. Pero, si alguna vez necesitas algo de este viejo gato, búscame por las calles, estaré encantado de ayudarte, damita. Aunque… deberías adelgazar un poco para poder seguir mi ritmo… ja, ja, ja.

—Creo que vas a tener que irte ya.

—¿Ah, sí? Perdona si te he molestado, yo sólo…

—No, no me molestas en absoluto, pero estoy escuchando a Emi salir de la habitación y no creo que le guste verte por aquí, es algo quisquillosa, aunque no te apures mucho, es lenta y poco peleona, a mí no me cuesta nada chincharla.

—¿Emi? ¡Ehh! No será un… ¿perro?

—Eso lo sabrás tú mejor que yo, ya que eres experto en clasificarnos a todos. Mira, ahí llega, y no viene sola, creo que mi padre la acompaña.

—¡Hora de irse! Ha sido un placer…

—Betty, me llamo Betty.

—Pues, encantado de conocerte, Betty, y gracias por la comida y la charla. Saltaré por la ventana, ¡nos vemos!... fu, fuu, fuuuu…

© Pilar G. C.

25 de junio de 2010

Pedro






Un tazón de leche caliente, con pan migao, tomado con calma, con deleite. Así comienza el día Pedro, el de la Mari. Después, un aseo minucioso con agua fresca, por partes, como acostumbraba hacer en el barco durante aquellas largas jornadas de pesca. Se viste con su camisa azul y su pantalón gris; se aprieta el cinturón al que ha tenido que añadir un agujero más y, tempranito, sale a dar su paseo por las tranquilas calles del pueblo que le vio nacer hace ochenta años.

Carboneras huele a mar, a ese mar que lo sujeta y baña sus playas. El sol asoma en el horizonte hundiendo sus rayos en las aguas cálidas y cristalinas que en unas pocas horas harán las delicias de turistas y vecinos mientras ribetean la arena con sombrillas y toallas de colores.

 El verano trae bullicio a sus calles, pero también risas y abrazos, esos de los hijos que visitan a sus padres; de los amigos que se reencuentran. El que regresa. El que descubre. 

Hubo un tiempo en que por sus playas pasearon camellos y hombres con turbante que resultaron ser actores de Hollywood. Paisajes privilegiados para recrear otras tierras, otras batallas y otras épocas. Y aunque Pedro prefiere recordar las tomateras que sembraban la montaña, o el sabor dulce de los higos chumbos recién  robados, aquello de Laurence de Arabia, fue grandioso y dejó huella.  

Pedro cruza el parque hacia el Castillo de San Andrés. Hoy ha decidido visitar a su amigo Antonio que no anda muy bien; aunque Antonio lleva tanto tiempo quejándose que ya no se sabe cuándo es el reuma o la desidia. Ya de niño eras un llorón, le dice Pedro al verle sentado a la puerta de casa con cara de pocos amigos. Con su habitual parsimonia, cada uno se lía un cigarrillo, el primero del día, ¡ay si mi Mari me viese!, pensaba Pedro mientras humedecía el fino borde del papel de fumar; y es que ella siempre prefirió otro aroma, ya que echas humo, que sea dulce, le decía. Y Pedro sonreía al acordarse, con cada chasquido que prendía la mecha.

En los recuerdos de Pedro habitan las muchas sonrisas de Mari al verle llegar al puerto donde esperaba su regreso a la puesta de sol, junto con las esposas de los tripulantes de “La Marina”; aquella sonrisa serena, el beso en la mejilla, el olor de su pelo… 

Para Pedro, atrás quedaron ya esos tiempos de lucha en la mar, cuando se vivía a razón de una buena captura, cuando la faena del día significaba el alimento y la manutención de la familia. Las largas jornadas entre el cielo y el mar con sus compañeros de trabajo: Pepe, Juan, Blas el tuerto, a quien un golpe de mar arrebató un ojo. Buenos hombres que eran su familia, todos eran uno, dentro y fuera del barco. El bueno de Sebastián, el patrón, orgulloso al presentar un buen número de atunes en la lonja; el comienzo del rítmico canturreo de la subasta, frenético en ocasiones y que aún resuena en su memoria.  Buenos tiempos al fin y al cabo. Porque, Pedro, nuestro marinero, ha tenido suerte en la vida, la mar lo ha tratado con cariño y eso es de agradecer, sí señor, es de agradecer.

—¿Qué, cómo estás?
—Tirando, que no es poco. 
—Pues despacico, que hoy apretará el calor. 
—Con Dios, Juana, con Dios.

Juana, Luis, Simón, Antonio… vecinos de la misma calle donde jugaban cuando chicos, igual que su Mari. Siempre fueron de la misma pandilla, hasta que ella cumplió los doce y sus padres decidieron que se ocupara de otras cosas; eran muchas las tareas en casa: seis hermanos, la abuela Catalina y su mala cabeza… 

Entre ellos siempre hubo algo especial y Pedro decidió, ya entonces, que sería la madre de sus hijos. Y así fue. Al regresar del servicio militar, habló con sus padres, quienes ya le querían como a un hijo, y ella aceptó un largo noviazgo que pasearon por las calles del pueblo, bien a la vista de todos. Don Ángel, el párroco, les instigaba de vez en cuando para que dejasen los paseos y colgasen las amonestaciones, aquí hacen falta niños, y ya tenéis edad. Iré a hablar con tus padres, Mari. Y a ella se le encarnaba el rostro, miraba de reojo a su novio que agachaba la cabeza y ladeaba la boca satisfecho por el empujón, que ya tenía ganas de abrazarla a solas, de despertar con ella cada mañana, de compartir la vida; y sí, también de esos niños corriendo a su alrededor.

Casarse, tener los hijos que Dios les diese y ocuparse de su hogar. Eso y esperar cada tarde el regreso de su marido. Mari, nunca quiso otra cosa. Quería a Pedro, ese hombre tranquilo, trabajador y bien anclado en el pueblo sin miras de emigrar como hacían otros muchos por aquel entonces, unos por necesidad, otros por aventura. 

Se casaron en la Iglesia de San Antonio una primavera, a la que sucedieron otras cincuenta y alguna más. Fueron bendecidos con cuatro hijos, todos varones, y a cada uno le dieron la mejor educación de la que fueron capaces. Y fueron felices, a pesar de una humildad casi excesiva a la que vencieron con  trabajo y un amor discreto y profundo.

Ahora, a sus muchos años, Pedro se alimenta de estos recuerdos mientras pasea su cuerpo, ya cansado, por el puerto, saludando, observando a aquellos que ahora faenan en los barcos y, como antaño, luchan por sobrevivir, eso no  ha cambiado; las cosas se han modernizado, sí, pero el trabajo sigue siendo el mismo, como la mar que sigue dando y quitando… Porque algunas almas se ha llevado, la muy… Pero es la vida del marinero, y no hay más.

Mari también se fue, se la llevó la vejez. Los hijos partieron a otros pueblos con más oportunidades, aunque cada verano vuelven: ya se sabe, la tierra de uno tira, y la familia, los amigos. Algún arreglillo en la casita de Pedro siempre hay que hacer; el salitre todo se lo come y de eso se encargan ellos. De eso y de mostrar a su padre que las cosas se han hecho bien, porque Pedro está muy orgulloso de sus hijos y espera la llegada de las vacaciones, a los nietos, con esa alegría que traen los niños y la juventud.

Y así pasan los días, entre el vivir recordando y el vivir esperando. Y aunque en aparente soledad, no se siente solo, está en su pueblo, con sus vecinos de toda la vida, con su mar siempre delante y ese sonido cadencioso que acompaña sus sueños. Y, por supuesto, tiene a su Mari en el corazón, con esa dulce sonrisa que cada noche le regala, al cerrar los ojos.

Hoy, Pedro se decide a pasear por la playa, quiere ver cómo va el bote de Simón, si ya terminó de pintarlo, si ya le puso nombre. El mozo andaba dudando, que si Dolores, que si La Lola o La traviesa… “Nómbrala como te diga el corazón, muchacho. Es tu vida lo que llevas en esa barca”, así le decía hace unas semanas cuando Simón comenzó a darle vueltas al asunto.

Hoy, Pedro se siente especialmente nostálgico y muy fatigado. Hoy no liará uno de sus cigarrillos, sacará su pipa, esa que tanto le gustaba a Mari, "¡qué perfume tan dulce!", decía, cada vez que el tabaco humeaba. Porque hoy no es un día cualquiera. Hoy necesita estar muy cerca del mar, hundir sus manos en él. 

Hoy, siente que el faro de su vida se apaga, que debe despedirse. 


© Pilar G. C.

Relato incluído en el libro: Donde el Mar se hace carbón. 

21 de junio de 2010

Comenzamos...


Acaba de llegar a casa. Casi veinte días ingresada habían dado para mucho. Demasiado tiempo para pensar y ver otras realidades. El cuerpo es frágil, y eso no lo olvidaría nunca.

Siempre he sido una mujer fuerte, mi salud había flaqueado pocas veces, pero en aquella ocasión comprendí que eso también podía fallar. Me senté en el sofá mirando a mi alrededor, disfrutando cada detalle de mi hogar, respirando el aroma que lo caracteriza. ¡Qué bien me sentía en ese momento! Todo había pasado, ya estaba a salvo. 

Estaba decidida a disfrutar cada minuto de mi vida, más aún de lo que lo había hecho hasta ese momento. Hacer todo aquello que me hacía feliz, y que mis circunstancias me permitían.  Mis hijos, mi marido, mi familia, mis animales, las vacaciones, mis aficiones... o un simple paseo.

Me detuve a observar la librería, aquellos libros que había leído, los que me faltaban por leer... La colección de clásicos que tan buenos momentos me proporcionaba. En otro apartado, otros tantos títulos que había ido adquiriendo con el tiempo, o los que me habían regalado, los heredados de la infancia... Pero había más, muchos más que yo desconocía. No me bastaba con leer lo que me recomendaban mis familiares y amigos, o el último premio de tal o cual certamen literario. Necesitaba indagar, ampliar mi lista de autores y sus obras.

Y ahí estaba él, mi pequeña ventana al mundo. Abrí el ordenador y comencé mi búsqueda. Así fue como comencé a moverme en foros de literatura. Qué mejor lugar para informarme, leer opiniones, empaparme de todo lo que me interesaba. 

Jamás imaginé el maravilloso mundo que iba a descubrir. Las personas que iba a conocer. Tantas lecturas interesantes. Y aún quedaba lo mejor.

Viví momentos increíbles, situaciones divertidas, curiosas, sorprendentes. Comencé a comunicarme con lectores, escritores o compañeros que, como yo, simplemente opinaban. Asistí a enfrentamientos, discusiones... ¡Fue sensacional!

Allí conocí a personas que hoy forman una parte muy importante de mi vida. Nunca pensé que a través de una pantalla, intercambiando post, leyendo sus intervenciones, opinando sobre ellas, compartiendo ideas y sentimientos, un Nick, un avatar o una una foto velada, se convertirían en amigos y confidentes.  No podía pedir más.

Y así, de la mano de Marta, llegué un día a Taller de Cuentos. Allí estaban ellos, los más afines a mí, los más divertidos, los mejores.  Algunos de ellos habían publicado ya, otros estaban a punto de hacerlo, otros compartían escritos que Marcelo corregía con el apoyo de todos los demás. Porque de eso se trataba, de aprender a contar, de disfrutar haciéndolo. Algunos con ideas de futuro, otros por diversión, todos tenían algo que decir y lo hacían bien. 

Un día decidí probar con una consigna, bonita palabra para mí. Nunca había mostrado mis escritos, eran un acto íntimo: Cartas, pensamientos, recuerdos, reflexiones que guardaba en un cajón, o que rompía una vez escritos. Demasiado personales para ser encontrados. Pero con aquel ejercicio me sentí bien. Quizás porque fue bien acogido, corregido con cariño, leído por mis compañeros.  Sí, claro, aún me quedaba mucho por aprender. ¡Tenía tantas lagunas! Pero aquello me abría un enorme abanico de posibilidades. Era como comenzar a estudiar de nuevo. Manuales de escritura, consejos de escritores consagrados, gramática, ortografía... Estaba emocionada. Descubrí que aquellas historias que mi imaginación creaba no se quedarían en un cajón bajo llave. 

Había comenzado a escribir. 

Aún sigo aprendiendo. No tengo pretensiones concretas. Pero disfruto con cada pequeño relato. Una imagen, un viaje, una noticia, un recuerdo y ¡zas!, mi imaginación comienza a trabajar, el teclado a echar humo y mi cerebro a sufrir con las correcciones, ja, ja, ja, muchos de vosotros ya sabéis a qué me refiero. 

Hoy no podría pasar sin ello. Necesito escribir, aunque a veces se quede en una carpeta más en mis documentos. Sigo escribiendo cosas que son solo para mí, otras, las que mi creatividad me permite y cuando la musa me acompaña, las he compartido con aquellos que considero mis amigos. Ahora, me gustaría hacerlo con vosotros, desde la humildad y el respeto a todos aquellos que, de verdad, sois grandes escritores. Leer, comentar, compartir conmigo todo aquello que queráis. Yo, con vuestro permiso, seguiré aprendiendo de todos vosotros.

Estáis en vuestra casa.

¡Bienvenidos a Contando Cuentos!

Pilar.