28 de agosto de 2010

La advertencia.



“Cuando te asomas al infierno, el infierno te devuelve la mirada.”
Antiguo poema gaélico.
***



Despierto poco a poco, como saliendo de un túnel. Estoy atada de pies y manos, con los ojos vendados y amordazada. Respiro con dificultad. El escaso aire que entra por mi nariz es insuficiente para llenar mis pulmones.

Intento liberarme de las ligaduras que me aprisionan y me mantienen tumbada en un colchón que huele a viejo, pero tiran de mí, me hieren como garras.

Me siento aturdida, con la boca seca y un sabor amargo y penetrante.

Hace mucho calor. La lucha me tiene agotada. Intento gritar, pedir socorro, pero sólo consigo hacerme daño en la garganta.  Mi vejiga está a punto de explotar. No aguantaré mucho más.

Algunas imágenes asaltan mi memoria: Hubo forcejeo, una mano sobre mi cara, ese olor intenso, la oscuridad…

Se escuchan pasos… Expectante, me mantengo en una apnea voluntaria para concentrarme en los sonidos que me rodean. Un último golpe retumba a mi lado. ¡Ya está aquí!

Pega su rostro al mío. Su piel es áspera y huele a tabaco.

Te dije que no llegases tarde a casa, que llegaría mi momento. Pero no me creíste.

Me habla despacio al oído, susurrando. Con una mano me abarca el cuello y levanta mi barbilla. Con un repentino tirón despega la cinta de mi boca y lentamente lame mis labios una y otra vez.

Intento zafarme, pero él presiona mi mandíbula e impide el intento de evitar su lengua que recorre cada punto de mi rostro, impregnándome de saliva.

¿No te gusta? ¡Lástima! A mí sí.

Asqueada y temblorosa suplico que me suelte, hasta que una náusea me provoca el vómito y me orino encima.

¡Vaya! ¿Te has hecho pis en las braguitas? ¡Cochina! Ahora tendré que limpiarte.

Oigo agua correr.

Con una esponja lava mi cara restregando con saña. Continúa con mi cuerpo. Arranca mis bragas. Me revuelvo, ruego que pare, pero él sigue empapándome, dejando caer un chorro abundante por mi entrepierna mientras me frota con insultante parsimonia.

Se aleja. Vuelve el silencio.

Le pido sumisa que me quite la venda de los ojos y me desate, que haré todo lo que quiera, que no me haga daño… El pánico se apodera de mí. Pero solo consigo que me abofetee y vuelva a ponerme la mordaza.

Me decepcionas. ¿Te estás entregando? Eso ya lo hiciste cuando desoíste mis llamadas, y ahora…, eres mía. Puedo tenerte en este momento, y mañana, o, también… puedo matarte.

De nuevo descubre mis labios. Mis lágrimas empapan la venda de los ojos. Ya no sé qué decir, ni qué hacer o pensar. Me desespero con las ataduras…

Intento entablar una conversación con él. ¿Quién eres?, pregunto. ¿Por qué me haces esto?

Mi única respuesta es un sonido chirriante, como si… estuviese afilando cuchillos. Tiro y tiro de las cuerdas.

Arqueo mi cuerpo. Chillo, imploro.

Aburres con tanta súplica y tanto lamento. Deja de luchar, es inútil. Sin embargo, ¡quieres conocerme! ¿Tienes curiosidad, interés, o… sólo miedo? Te lo pondré fácil.

Agarra mi brazo y desata la muñeca derecha. Toma mi mano y la dirige hacia su rostro para dibujar con mis dedos cada facción: La nariz, sus labios abiertos, los ojos cerrados. Tiene la cabeza rapada, me raspa. Peleo en un intento por soltarme, se burla, me increpa y se carcajea jocoso. Baja por el cuello, se acaricia el torso desnudo, sudoroso y libre de vello. Clava mis uñas en su pecho mientras jadea. Balbucea mi nombre.

Respira agitado con manifiesta excitación. Se detiene en su miembro erecto. Entretanto, comienza a recorrer mi cuerpo con algo frío y cortante. Ha cortado los tirantes de mi vestido y lo desliza hacia los pies. Acaricia mi vientre, mis senos, rodeando mis pezones con la punta del cuchillo. Entre sollozos le pido que pare. Mi respiración acelerada le excita más. Pronuncia en mi oído palabras obscenas que recalca con intención.

Siento un fuerte tirón del brazo aún atado y lo libera. Sujeta con fuerza mis manos por encima de mi cabeza.

Muerde mis labios, impregna mi boca de un aliento agrio y besos de una fuerza desmedida. Se acuesta a mi lado. Me atrae hacia él y me abraza con brutalidad. Yo lucho. Él gime.

No puedo más. Me abandono a la repugnante fricción. Con un lento giro se coloca encima de mí. Envuelve su cintura con mis brazos y con sus piernas abre las mías. El intenso contacto me provoca arcadas, pero aumenta la presión hundiéndose en mí.

¿Te gusta, pequeña zorra? Sabes lo que quiero escuchar… ¡Pídelo!

Presiona el cuchillo contra mi garganta mientras me tira del pelo hacia atrás.

¡Ssshhhh! Tranquila... Dímelo, pídeme eso que tanto deseas, o te cortaré este precioso cuello, así… muy despacio. 



El filo cortante se clava en mi carne. Se desliza, se humedece mi piel, me quema. ¡Para, para, por favor! Lo diré, lo d…

Libera mis ojos de la venda que los cubre, y entre sombras, vislumbro sobre mí sus ojos, negros como el abismo de la muerte… La mirada del infierno.

Te advertí que no llegases tarde a casa…




© Pilar G.C.



(Relato ganador Primer Certamen Susticuentos. Taller de Cuentos)

27 de agosto de 2010

Viento de Levante.


Mira que te lo avisé. ¡Cuidado con la mar, cuidado con la mar! Pero no, vosotros los jóvenes no atendéis a razones. ¿Crees que después de tantos años bregando en estas aguas no sé lo que digo? No se puede jugar en un día de levante. ¿Y ahora qué? Espero que hayas aprendido la lección. ¿Recuerdas el naufragio del año pasado? Fue espantoso. Esos cuerpos flotando en el agua, o en la arena de la playa, algunos descalabrados como aquel viejo que llevaba una foto pegada al pecho. Seguro que intuyó su destino con el primer golpe de mar y quiso llevarse consigo el recuerdo de esos niños, sus nietos tal vez. ¡Qué horror! Nunca olvidaré a esas mujeres llorando, gritando, abrazando los cuerpos de sus hijos y maridos. Y éstas tuvieron suerte de poder darles el último abrazo, porque aún hay quien sigue esperando que la mar vomite lo que se tragó entonces. María nunca se recuperó de su pérdida. Diecinueve años tenía su Julián cuando se lo llevó aquella tormenta.

Y llegas tú, mi joven e inexperto marinero, como si todo eso hubiese sido en vano, y te vas a estrenar tu barquita recién pintada para impresionar a tus amigos. ¡Qué estupidez! ¿Has visto cómo has dejado el bote? Mírale, ahí, abandonado, cubierto de algas y tiñendo de colores el agua que lo rodea. Esto es algo que no entiendo muy bien. Nunca había visto esa espuma tan extraña, pero es bonita, sí, es como un cuadro multicolor firmado por uno de esos pintores modernos. Pero no te preocupes, yo seguiré aquí, vigilando que nadie se lo lleve. En cualquier momento aparecerás nadando entre ese arcoíris marino y arreglaremos todo este desaguisado. Pero date prisa, porque hay quien se empeña en convencerme de que no volverás. ¡Qué ignorantes! No saben que entre el mar, tú y yo, hay un pacto. No, no te quedarás ahí para siempre, él me devolverá lo que es mío, aunque tenga que seguir esperando otros veinte años más. Seguro que tienes muchas aventuras que contarme. Ya serás un hombre y, hasta puede que no vengas solo, puede que te acompañen dos o tres criaturas, hijas de una sirena que te acogió entre sus brazos y conquistó tu corazón, sí, por eso tardas tanto en regresar a mí.



—Abuelo, ¿qué haces aquí otra vez?

—Esperando.

—Pues ya has esperado bastante.  Venga, vamos a casa.

—Mi hijo me necesitará aquí cuando salga del agua.

—Sí, abuelo, sí. Pero hoy ya se ha hecho tarde.

—¿Has visto qué bonita está el agua con esa espuma de colores?

—¿Colores? Abuelo, son las olas del levante, y te vas a mojar.

—El levante, claro, otra vez el levante…