30 de enero de 2011

A ti.









¡Qué pequeño es el mundo! Cuántas veces hemos dicho esto. Seguramente es verdad, si lo comparamos con la inmensidad del universo.

Aun así, qué grandes son las distancias que nos separan a unos de otros. Nos vemos rodeados de familiares, amigos, gentes con las que convivimos a diario, y sin embargo, el hilo que nos une a ellos puede ser tan fino que se rompería al mínimo roce.

Por el contrario, puede existir ese alguien que, aun estando lejos, sientes muy cerca, como unidos por un cordón tan fuerte que no se rompería ni con el hacha de un leñador. Alguien no tangible, a quien no puedes oír, ni abrazar, ni besar, y que, a pesar de ello, llena un espacio importante dentro de ti. Alguien de quien disfrutar. Imagina esa conversación cara a cara que te permitiría escuchar su risa, oler su perfume, contemplar sus rasgos, romper esa barrera de cristal que impide materializar una amistad.

Tranquilo, el tacto no es imprescindible para seguir disfrutando de su compañía, no. Porque no hay lejanía suficiente que impida que dos personas se conozcan y se admiren. Los sentimientos y la complicidad se pueden trasmitir con las palabras adecuadas, y hacer real lo que tan solo vive en un reducido espacio con tan solo pulsar un botón.

¿Tú también tienes alguien así? ¡Pues, enhorabuena! Pero no olvides decírselo.

A ti, que estás tan lejos, a ti, te doy las gracias por estar, aunque distante, en el otro lado de mi mundo virtual.

26 de enero de 2011

El novato.

Las campanas de la Iglesia tocaban a ánimas. Era la señal. Cuatro muchachos ataron fuerte los cordones de sus botas. Había llegado la noche de difuntos.

¡Chicos, seguidme! —Dijo el Rulos en voz baja.

El Potas llevaba algo colgado a la espalda. Todos, menos uno, sabían lo que era, y la importancia que tenía el contenido. El novato se anticipó. ¿Qué guardas en esa conejera cerrada con llave? —preguntó.  ¡Calla, Gordo! Y siguieron rumbo al cementerio.

Encendieron un farol bajo el ángel de piedra más hermoso que había en el camposanto. A sus pies, la tumba del Tirillas, muerto a los once años y enterrado con un dedo menos.

Hola,Tirillas. Aquí estamos todos, bueno, todos más uno. Ven aquí, Gordo. ¡Qué comience el ritual!

Abrieron la conejera. El Bizco extrajo una caja de cartón. Quitaron la tapa y sacaron cuatro dedos que colocaron sobre la lápida. ¡Guuaauuu! —dijo el Gordo. Te toca —indicó el Potas. ¿A mí? Pero yo no… ¿Quieres ser de los nuestros, sí o no? Sí —respondió el Gordopero así no puedo. ¿Cómo es posible que hoy no cumplas tu palabra? —protestó el Rulos. ¿Me dolerá mucho? Casi nada. Bizco, abrázalo fuerte.

El Potas sacó una navaja, descalzó al Gordo, y con un certero movimiento le cortó un dedo del pié izquierdo. 

El ahora mutilado lloraba. Tranquilo—le decían los demás— ya está hecho. Vamos al hospitalito, te curarán.

Desde ese día, formaba parte de la panda del Tirillas.

Ya eran cinco en la conejera.

20 de enero de 2011

Por una coliflor...




Cada tarde, Ahmed paseaba entre los puestos del mercado. Su exotismo despertaba el interés de vendedoras y transeúntes, que no ocultaban su admiración ante aquella atractiva imagen, provocando comentarios no siempre bien disimulados.

Tarek, su criado y protector desde la infancia, cargaba con las compras que, por capricho, adquiría su amo.

—Mi señor, no necesitamos todo esto, ya se han encargado de hacer la compra esta mañana, y…

—No protestes, Tarek, son objetos sin importancia y mi dinero es bien recibido.

—Os aseguro, mi señor, que con vuestra sola presencia ya quedarían satisfechos. No es necesario…

—Calla, gruñón. Vamos, me apetece una manzana para el camino.

Se detuvieron ante un pequeño puesto de frutas y verduras, donde una joven de aspecto rollizo y saludable, ofrecía sus productos a todo aquel que se aproximaba.

—Acérquese, noble señor, tengo lo mejor de nuestra huerta.

—¿Qué me ofreces con el mismo color de tus mejillas, muchacha?

—Oh, señor, todo aquí posee la misma salud que yo, y ya me veis…

—Ja, ja, ja. Dame unas manzanas pues, y que sean las más dulces de todas.

—¿Manzanas? ¡Las mejores para el caballero!

—¡Mujer!, —exigió una sirvienta con voz áspera — ponme esa coliflor para mi señora, rápido.

—Un momentito por favor, en cuanto ponga las manzanas —respondió la vendedora.

—No seas insolente, muchacha, mi señora no puede esperar —insistía la mujer.

Tarek protestó por lo que consideraba una tropelía. Comenzó una discusión entre ambos sirvientes, mientras la vendedora mediaba sin éxito. Ahmed presenciaba divertido la escena. Cuando se disponía a intervenir, la imagen de una joven dama le paralizó. 

Inés, con gesto preocupado, observaba el intercambio de quejas entre Tarek y su criada, sin percatarse de la escrutadora mirada de Ahmed, que había quedado prendado por su extrema belleza. Su imagen angelical, de piel blanca y sutil figura, contrastaba con una llamativa melena rojiza que se ensortijaba en su caída hasta alcanzar su cintura.

—Muchacha —indicó a la verdulera— no os preocupéis, dadle a esta dama lo que necesite, yo puedo esperar.

—Pues aquí tenéis, señora —respondió ésta entregando la mercancía— la mejor coliflor de todo el mercado.

—Eso espero por tu bien —la sirvienta tomó la coliflor, entregó unas monedas y se dispuso a abandonar el puesto.

Inés, con paso tímido, se dirigió hacia Ahmed, que no podía dejar de admirarla.

—Gracias, caballero, y perdonad la rudeza de mi aya. Habéis sido muy amable.

Ahmed respondió con una leve reverencia aun sin poder articular palabra, y siguió atento la marcha del a joven ensimismado por su grácil caminar. Se llevó una mano al pecho, y en ese instante, sintió una punzada en su corazón que le estremeció de pies a cabeza.

—¡Señor, señor! Sus manzanas… —Pero Ahmed ya no respondió.

Tarek, intuyó por donde andaban los pensamientos de su amo, y no se equivocó.

—¿Has visto cuán hermosa es, Tarek?

—Sí, mi señor, lo he visto. Cruel es el amor que enreda entre lo imposible.

—¿Imposible? ¿Por su piel, quizás?

—Quizás.

—¿Por su religión, tal vez?

—Tal vez.

—Eso ya lo veremos.

Inés regresaba a casa caminando distraída, canturreaba y jugaba con su pelo. Esto alertó a su aya que no pudo evitar interesarse por ese estado de ensoñación.

—¿En qué piensa mi niña?

—¿Le has visto, aya, te has fijado en sus ojos?

—Me he fijado más en su oscura tez y el turbante de su sirviente —puntualizó irónica el aya.

—Eso no lo he apreciado, pero sí el color de sus ojos, su sonrisa, sus labios…

—Tranquila, niña, o te perderás en un laberinto de difícil salida.

—Eso, sí, perderme en su laberinto…

—¿Cómo una doncella, que no conoce varón, puede tener esos pensamientos…?

—¿Acaso tú no los tienes?

—Bueno… los tuve, sí, pero hace mucho tiempo de eso.

—Cuéntame, aya, cuéntame cómo es, qué se siente cuando un hombre como él te posee.

—¡Pero qué barbaridad es esa, Inés!

—Siento que mi cuerpo está despertando al amor, es, como un cosquilleo en…

—Vale, vale, sé qué cosquilleo es ese, pero esto no es propio de una dama.

—¿Ah, no? ¿Es que una dama no puede entregarse al amor?

—En brazos del esposo adecuado, sí.

—Pues yo también quiero un esposo, y a ser posible, como él.

—Esto no acabará bien, no señor, no acabará bien —sentenció la sirvienta.

Inés hizo todo lo posible por encontrarse con Ahmed en el mercado cada día. Había averiguado por medio del servicio, y con la ayuda de su aya, quién era ese apuesto joven de piel oscura. Su padre, era un rico mercader que comerciaba con especias y finas telas procedentes de Egipto, su lugar de nacimiento, aunque Ahmed había vivido la mayor parte de su vida fuera de allí, acompañando a su padre en sus negocios por el mundo, lo que le había proporcionado una amplia cultura además de las riquezas que sin duda poseía. Afincado en Castilla desde hacía un año, gozaba de una reputación, cuando menos, contradictoria. Su bondad era por todos reconocida, así como una enorme predisposición a gastar sin reparos, incluso, algunas malas lenguas criticaban una excesiva afición por el sexo femenino. Esto, al contrario de espantar a Inés, aumentó su interés por él. No era dada a dejarse influir por murmuraciones y comentarios de servidumbre.

Ahmed también había hecho sus averiguaciones respecto a Inés, la dulce y respetada hija de un noble castellano emparentado en la distancia con la casa del Rey. Su gran fortuna contrastaba con la amable gestión de sus posesiones y la benevolencia con la que trataba a sus súbditos. Éstos trabajaban sus tierras, y él les cedía buena parte de ellas, con lo que obtenían alimento para sus familias y venta para el mercado, hecho que satisfizo a Ahmed, quien apreciaba el buen corazón de los hombres.

Durante sus “coincidencias”, apenas cruzaban palabra. Un saludo cortés, intensas miradas, y el gesto torcido de sus acompañantes, que no veían de buen grado el interés mutuo de sus amos.

Pero una mañana…

—Buenos días, señoras —saludó Ahmed— Bonito día, ¿verdad?

—Buenos días. Sí, precioso, —respondió Inés.

—Tenemos una espléndida primavera, y es un placer encontrar flores tan hermosas por todos lados.

—Sí… el campo está muy bonito —disimuló Inés.

—Señora, perdonad mi atrevimiento, pero… ¿podría acompañaros en vuestro paseo?

—Si os place, aunque ya regresábamos a casa.

—Entonces, con vuestro beneplácito, caminaré a vuestro lado.

Hablaban y reían bajo la atenta e inquisitiva mirada de sus criados, que optaron por mantener un silencio absoluto.

Al llegar a la casa de Inés, Ahmed agradeció la deferencia y se despidió de ambas mujeres.  Inés no pudo contener la emoción, hecho que no pasó desapercibido para su padre que acudió a su encuentro. Inés le contó que había conocido al hijo del rico mercader de especias del que muchos hablaban, y que había sido muy amable al acompañarlas. El noble, frunció el ceño y lanzó una mirada inquiriosa al aya, que se encogió de hombros.

—Hija, ¿no crees que pasear con un desconocido no es lo más adecuado en una joven doncella?

—Bueno, padre, voy con mi aya, que me protege con esmero. Ahmed, que así se llama el joven, ha tenido muchas atenciones hacia nosotras, y no está bien que me muestre desagradecida ni altanera. Es un hombre muy educado y respetuoso, padre mío, no debes preocuparte.

—Aun así, no creo que sin una presentación previa y sin yo conocerle, debas andar por ahí con ningún hombre, por muy caballero que sea.

—Eso tiene arreglo, padre. Siempre puedes hacer tú las presentaciones oportunas, y así conocer al rico mercader.

Inés despertó la curiosidad de su padre. A los pocos días, y con motivo de los juegos de  primavera, la casa de Ahmed recibió la invitación para asistir al evento. Inés no cabía en sí de gozo. Ayudó en los preparativos y eligió el mejor de sus vestidos. Sabía que deslumbraría a Ahmed, y agradaría a su propia madre, que apreciaba en ella el interés por los actos de sociedad.

El día señalado, el rico mercader y su séquito, fueron recibidos con todos los honores, se hicieron las presentaciones oportunas al resto de invitados, siendo el centro de atención durante toda la jornada. Los modales y la exquisita educación de Ahmed, sorprendieron a todos. Su rica indumentaria y su deslumbrante físico, hizo las delicias de todas las mujeres allí congregadas, situación que no le pasó desapercibida, para su propio regocijo, aunque sus ojos estaban puestos en Inés.

Padre e hijo, disfrutaron con los juegos y la masiva participación del vulgo, que agradecía aquellas jornadas y la esporádica intervención de algunos señores que competían en actividades como el tiro con arco, o la exhibición de magníficos halcones para la caza. Hablaron del comercio de telas, de lejanas tierras y de la mutua afición por los caballos.

Al terminar el día, todos quedaron complacidos. Ahmed aprovechó la despedida para agradecerles el detalle e invitarles a visitar su hogar, del que estaban muy orgullosos. Les habló de los maravillosos jardines repletos de árboles traídos de todo el mundo, sus bellas flores y estanques con peces de colores. Allí podrían pasear y montar a caballo. El padre de Inés se excusó, debía partir hacia la corte en un par de días, pero animó a Inés a visitarles, ya que era muy aficionada a plantas y animales, siempre, claro está, acompañada de su aya.

Inés creía morir de satisfacción. Todo había salido a las mil maravillas.

Pasada una semana, recibió una invitación de manos de un criado. Respondió que sí al instante y el mensaje partió de vuelta. Irían al día siguiente.

Cuando el carruaje se detuvo en la entrada del palacete, Ahmed acudió a recibirlas. Estaba impresionante vestido con una fina túnica negra. Él también apreció el delicado vestido blanco que portaba Inés, resaltando esa melena rojiza, como el fuego que comenzaba a invadirle.

—Bienvenidas señoras, ésta es ya su casa.

—Gracias, Ahmed, estamos encantadas.

—Disculpad la ausencia de mi padre pero, al igual que el vuestro, tuvo que partir por asuntos de comercio.

—Vaya, es una lástima —mintió Inés.

—Tarek, por favor, acompaña al aya de la señorita a tomar un té, nosotros pasearemos por el jardín.

—Oh, no, no señor, no es necesario, me quedaré con ustedes  —protestó la sirvienta.

—No seas descortés, aya, ve con Tarek, seguro que tenéis muchas cosas en común, y no escucharemos nada de lo que critiquéis.

Una vez a solas, los jóvenes iniciaron su paseo. Ahmed condujo a Inés por el extenso jardín, mostrándole las maravillas que contenía. Un vergel plagado de flores, fuentes, multitud de árboles y aromas intensos. La última visita fue a las caballerizas, donde no pudo evitar presumir de sus magníficos caballos árabes. Inés, estaba entusiasmada por todo lo que veía, pero nada era comparable al propio Ahmed y la pasión de su discurso.

—¿Qué hay allá al fondo, es una casita?

—Sí. En realidad es el refugio de mi padre. Acude allí para reflexionar, estar a solas con sus pensamientos, incluso orar. Es un hombre de profundas convicciones religiosas. Sus muchas responsabilidades le obligan a centrar sus principios y no olvidar quién es, algo que también inculca en mí con insistencia.

—Es un gran hombre y… tiene un buen hijo —comentó tímida Inés.

—¿Queréis que os la enseñe?

—Sí, me encantaría.

Ahmed ordenó que le prepararan una montura, escogió a su mejor caballo, e invitó a Inés a cabalgar con él.
Montada tras él en aquel magnífico ejemplar, sintió un estremecimiento que ni ella misma llegaba a comprender. Todo su cuerpo vibraba mientras sentía su espalda pegada a su pecho, le abrazó con fuerza y aspiró su aroma. Llegó a embriagarla de tal modo, que creyó desvanecer. El rítmico movimiento al trote del caballo, aumentaba el roce de sus cuerpos, y acentuaba la marcada anatomía de Ahmed a través del suyo. Se sintió presa de un delirio tal, que cerró los ojos y se dejó llevar por un placer cercano al orgasmo. Te perderás en un laberinto de difícil salida, le había advertido su aya, y en ese instante, se encontraba en el centro de ese laberinto del que no quería salir.

Hemos llegado, anunció Ahmed, tomándola por la cintura para ayudarla a descabalgar. Ese nuevo contacto, lento y estrecho, excitó al muchacho que ya no podía pensar en otra cosa que no fuese hacerla suya.

Entraron en la casita. El interior invitaba a la fantasía. Un techo abovedado con pequeñas perforaciones en forma de estrella filtraba delicados rayos de sol.  El suelo, cubierto por alfombras y cojines de colores cálidos y tacto sedoso, sugería la caricia. Las ventanas, cubiertas con vaporosas gasas, ofrecían intimidad, y un sutil aroma a incienso que estimulaba, aún más, la imaginación de Inés. Era la mayor incitación al placer para dos cuerpos que ardían con cada suspiro.

—Es precioso, Ahmed, aunque, no es muy propicio para la oración, a mi parecer.

—¿Ah, no?, y… ¿qué os sugiere entonces?

Inés agachó la cabeza y, sonrojada, dio media vuelta con un movimiento disuasorio a la vez que provocador.

—Acercaos, por favor —le indicó Ahmed—tumbémonos aquí un rato, descansaremos antes de regresar.

Recostados entre los mullidos almohadones, iniciaron una conversación sobre sus vidas, sus experiencias, sus gustos y sus sueños. Ambos reían, se observaban, y la emoción crecía con cada gesto, con cada palabra.

—Sois tan hermosa, Inés —mientras acariciaba dulcemente el rostro de la joven que recibió el gesto con deleite.

—Tengo sed, ¿habría un poco de agua? —le sorprendió ella.

—¿Agua? Sí, claro. Hay un pozo cerca que da un agua muy fresca. Os traeré una jarra.

—Gracias, Ahmed, es que tengo un poco de calor.

—¿Calor? Sí, un poco sí hace. No os mováis, por favor, ahora mismo vuelvo.

Inés bebió con agrado mientras Ahmed se perdía en aquellos labios que rozaban con delicadeza la copa. Tomó el recipiente y bebió también. Sin mediar palabra, acercó su rostro al de ella y con extrema dulzura la besó. Ella se entregó al delicado gesto correspondiendo con un repentino abrazo que tumbó al muchacho por completo. Durante un momento se mantuvieron así, unidos, los ojos cerrados, la respiración acelerada.

Poco a poco surgieron las primeras caricias, aumentó la intensidad de sus besos y tiernas palabras de amor.

—¡Oh, Inés! Os deseo tanto…

—Yo también, yo también…

Ahmed, gratamente sorprendido por aquella entrega, no pudo contenerse más.

Comenzaron a desnudarse, tímidamente ella, orgulloso y excitado él.

Se contemplaron desnudos, escrutando cada rasgo a cual más bello. Nada podía ser más hermoso que él para ella, que ella para él.

Inés, sin embargo, se debatía entre el pudor y la pasión que la empujaba a dejarse llevar. Pero deseaba hacerlo, se moría por entregarse sin tapujos. ¿Cómo me he atrevido a llegar hasta aquí?, se decía a sí misma.

Entre juegos amorosos, Inés fue olvidando sus recelos. Las hábiles manos de Ahmed, exploraban cada rincón de su amante, adentrándose en su intimidad, provocando en ella sensaciones inimaginables.

—¡Oh, Ahmed, oh, Ahmed! —rezaba ella.

—Inés, mi bella Inés —suspiraba él.

Suavemente, cubrió el delicado cuerpo de ella con el suyo.

Cuando sus sexos se encontraron, él guió su virilidad hacia lo más íntimo de Inés.

—¡Oooh, Dios mío!

—Es Alá quien ahora te protege.

—¡Pues… Alá es enorme!

—Pero… si acabo de empezar…

—¿Aún hay más?

—Más de la mitad…

—¿Y es todo para mí?

—Hasta el final.

Y así, con una profunda embestida, quebró la inocencia de Inés, que no podía creer cuán grande era Alá, cuán fuerte su poder y hasta dónde podía llegar.

Entre el dolor y el placer, entre gritos y vaivenes, los amantes gozaron largo tiempo. El vigor del joven proporcionó a Isabel un goce tal, que acabó por pedir más y más.

Fue tan intenso el momento del éxtasis, que hasta los pájaros dejaron de trinar.

Exhaustos, felices y sudorosos, reposaron del placer hasta la caída del sol.

Cuando regresaron de su “paseo”, encontraron a sus criados nerviosos e impacientes.

—¡Ay, niña! ¿Te has vuelto loca?

—Del todo.

—Hace horas que debíamos haber regresado. Pero… te veo arrebolada.

—Estoy enamorada.

—Y todo esto por una coliflor.

—Que ahora es solo col.

—¡Inés!


—Mi señor, ¿estáis ya perdido?
—En lo más profundo de las arenas de Saqara.
—Alá os proteja.
—Con toda su grandeza.

Desayuno con tostadas... y algo más.


—Buenos días, Olga. ¿Qué tal has dormido?

—Buenos días. Pues ha sido una noche movidita.

—Sí, estuvo muy bien.

—No, no me refiero a eso.

—¿Entonces?

—He tenido un sueño muy especial, y lo mejor de todo es que aún me acuerdo.
—¿Se puede contar?

—Claro, pero no sin un café delante.

—Venga, lo voy preparando. Tú comienza a soltar por esa boquita.

—¿Te preocupan mis sueños?

—Me preocupa cualquier cosa que invada tus pensamientos y no sea yo.

—No empecemos con tus celos, Ricardito. Anda, prepara también tostadas.

—Sí, mi aaama.

—¿Recuerdas el documental que vimos anoche?

—¿Documental?

—Sí, hombre. Ese sobre la primera máquina voladora, el Wright Flyer.

—¡Ah! Es cierto, ahora me acuerdo.

—Pues debió afectarme mucho, porque me he pasado la noche volando.

—¡Qué faena! Con el miedo que te dan los aviones…

—Cierto, solo que no volaba en ningún avión. Pásame la mermelada.

—Esto se pone interesante. Cuenta, cuenta.

—Paseaba por la calle. Era de noche. Hacía mucho calor y te aseguro que sentía ese calor de verdad.

—Ya te dije que el edredón nórdico era demasiado para este tiempo, y…

—¿Me dejas continuar?

—¡Ah, sí! Sigue.

 —En un momento dado me asusté, alguien me perseguía y comencé…, no, mejor dicho, intenté correr. ¿Sabes esa sensación de querer escapar y no poder hacerlo? Me ha pasado en algún otro sueño, quieres correr y no puedes. Me sentía muy angustiada. Tropecé con una alcantarilla que tenía la tapa levantada y caí de bruces. Tenía mucho miedo, mucho, porque escuchaba unos pasos cada vez más cerca. Me levanté y volví a hacer el esfuerzo de mover las piernas deprisa, pero me trastabillaba continuamente. Cuando la situación era casi insoportable y estaba a punto de gritar, conseguí salir de allí a la carrera. Mi cuerpo respondía por fin. Corría y corría. Y entonces pasó. Sin ningún esfuerzo y sin pretenderlo, comencé a elevarme del suelo. Al darme cuenta de ello empecé a mover los brazos como si fuesen alas. ¡Estaba volando!

—¡Qué fuerte! ¿Y qué tal se te da volar?

—¡Calla, besugo! Déjame seguir no sea que se me olvide.

—Perdón, perdón. Continúa.

—Lo mejor de todo era la sensación de dominar el vuelo. Era muy fácil y estaba cómoda, como si fuese algo natural en mí . Me alejaba del peligro y ascendía cada vez más. Ya sé que parece un tópico, pero me sentía libre, feliz, y hasta poderosa. ¡Ah!, ¿y sabes? Estaba desnuda.

—Joer, bonita, ya te vale. ¿Tenías que estar desnuda? No tiene sentido.

—Vamos a ver. ¡Que es un sueño! Yo qué culpa tengo de ello, no lo he provocado. ¡Y no empecemos con tus cosas! ¿Me dejas seguir o no?

—¡Vaya! Cómo nos hemos levantado esta mañana. Pero sigue, ahora sí que no quiero perder detalle.

—Como te decía, iba desnuda, y me sentía bien, sin vergüenza, aunque sorprendida.

—No, si tú, vergüenza poca… Vale, me callo.

—Sé que no tiene mucha lógica, claro que estaba soñando, pero cuando comenzó el sueño era de noche, y mientras volaba era de día. Había mucha luz, un sol radiante, lo que me permitía ver todo con mucho detalle.

››El aire no me ofrecía ninguna resistencia, al contrario, me envolvía con una suave caricia por todo el cuerpo. Una sensación placentera, fresca y estimulante. ¡Qué gozada! Planeaba a gran velocidad mientras daba volteretas  a mi capricho. Era algo tan real que aún puedo sentirla. Ahora sé lo que es volar, porque lo he vivido.  

››No sé cuantificar el tiempo en mi sueño, pero la sensación es de haber estado mucho rato disfrutando. Después empezó el espectáculo visual. Desconozco dónde estaba. Al principio eran edificios, pero todo cambió casi de forma repentina y apareció un río. Serpenteaba entre un bosque muy verde y denso, para después abrirse y dar paso a un castillo fastuoso con preciosos jardines. Después, el río continuaba su curso y se ensanchaba. Un pescador movía el sedal de su caña y hacía dibujos en el aire, como en aquella película. ¡Madre mía! Si hasta podía ver el cebo en el anzuelo.

—Ya, y seguro que él también podía verte a ti el…

—¡Bueno, vale ya! No te cuento más.

—¿Cuánta gente más te ha visto volar desnuda cual águila perdicera?

—Tú estás fatal, chico.

—Sí, sí, yo estaré fatal, pero no me voy paseando en bolas por ahí.

—¿Tomas algo que yo no sepa? Porque creo que no te has enterado de que estaba dormida.

—¿Y dónde estaba yo en ese sueño? Porque al menos me podías haber incluido, así podría haberte visto de esa guisa.

—Pues mira, sí estabas. Pero como no quieres escuchar más…

—¡Eh, eh!, alto ahí. Cuéntame esa parte, quiero conocer mi papel en tu aventura nocturna.

—Verás. Después de sobrevolar idílicos paisajes, con verdes praderas plagadas por miles de flores, o por mares, océanos y montañas nevadas, aparecí en un lugar muy diferente: Un entramado de callejuelas oscuras, sucias y malolientes…

—¡Vaya por Dios! A mí me ha tocado la parte asquerosa.

—¡CALLA!

››En ese entramado de callejuelas oscuras, sucias y malolientes, finalizó mi vuelo. Descendí igual que subí, sin esfuerzo, sin provocarlo. Aterricé de pie sin mayor problema y, como al principio, me encontraba de noche y en ese lugar nada agradable.

—Ya estarías vestida, supongo.

— Sigo, a pesar de tus sandeces, porque te gustará.

››Comencé a caminar, ¡vestida!, por aquellas calles estrechas, hasta que un sonido llamó mi atención. Me detuve ante un portón entreabierto. Empujé y miré hacia el interior. Me adentré en un zaguán oscuro. Del fondo salía aquel sonido que había escuchado un momento antes. Era como si alguien estuviese cortando madera con un serrucho, incluso olía como las carpinterías. Pero no veía serrín, tablones ni cualquier objeto típico de un taller de esa clase. Sin embargo, allí seguía ese ras, ras… ras, ras… Y de seguido, un golpe seco, como si algo hubiese caído al suelo. Seguí andando muy despacio intentando localizar la procedencia de aquello que escuchaba, hasta que di con ello. Y… de verdad, cariño, no te imaginas lo que vi. No sé si continuar, mejor lo dejo aquí.

Noooo, por favor, sigue. Dime qué viste sin perder detalle.

—Está bien, pero, no sé si es buena idea.

››Una luz tenue iluminaba una pequeña estancia. Había un buen número de palmatorias repartidas por todos lados, algunas con velas encendidas. Sus llamitas titilaban de tal manera que, de forma intermitente, proyectaban pequeñas sombras. Y allí, sobre una mesa, se encontraba el origen de esa cantinela, ¿recuerdas?, ras, ras… ras, ras. Había un hombre de pie e inclinado sobre dicha mesa. Era él quien hacía trabajar el serrucho, que por cierto, era enorme. Con gran esfuerzo subía y bajaba su brazo mientras cortaba algo que debía de ser muy duro, por cómo resoplaba con cada movimiento. Yo no podía ver bien lo que aserraba, y me fui acercando poco a poco. Tenía que verlo todo. Cuando ya casi estaba a su lado… No..., no puedo seguir.

—¡QUÉ, QUÉ!

—Pues que… vi, con todo detalle, como caía un brazo, sí, ¡un brazo!

—¿Un brazo? Pero por todos los santos, ¡esto es una pesadilla!

—Aún hay más.

››Me tapé la boca para ahogar un grito, estaba espantada, como puedes imaginar. Me aproximé lo suficiente para ver el cuerpo que estaba despedazando. Era el de un joven y… estaba desnudo. Le faltaban las piernas y los brazos, y lo que quedaba… Imagínatelo. Había sangre por todos lados.  El malvado descuartizador se estaba preparando para seguir con el despiece. Colocó lo que quedaba de aquel pobre ser para maniobrar mejor su herramienta y… ¡Ay, Dios mío! No sé si podré contarte esto sin vomitar. Como te digo, puso el serrucho sobre el cuello de ese pobre muchacho, y empezó a moverlo con tal saña que de un solo tajo abrió toda su carne. ¡Fue horrible!

—¡Por favor, qué asco!

—Espera, espera, si ahora viene lo peor.

››Cuando los dientes del serrucho comenzaron a tocar hueso, ya no pude más y, me tambaleé e hice ruido al tropezar  con una banqueta que no había visto. El hombre del serrucho se volvió y me miró amenazante. Intenté retroceder, pero me caí y, para mi horror, lo hice encima del descuartizado, peor aún, encima de su rostro. Di un respingo para alejarme de ese contacto y, y… entonces lo vi. Tenía su cara a un palmo de la mía. Le miré directamente a sus ojos abiertos, aún brillaban ¿sabes? ¡Estaban húmedos! La boca abierta, suplicante. Nunca olvidaré esa imagen, porque además, lo reconocí en ese mismo instante. ¡No puedo olvidarme de él, no puedo olvidarme!

—¿Le reconociste? Y… ¿quién era?

—Era el rostro de la muerte, del dolor supremo, era, era… ¡ERAS TÚ!

—¡AAAAAHHHHH!

—Ja ja ja ja ja…

—¡Estás loca, loca de remate! ¿A qué viene esto? No me mires, no me hables…, chiflada del demonio.

—¿No querías estar en mi sueño? Pues estabas, y además, ¡desnudo!

—¡Olvídame! Necesitas un médico.

—A ver si la próxima vez aprendes a escuchar sin tus chorradas. Y ahora, recoge las tazas que has tirado al suelo.

—¡Recógelas tú!

 —Jajajaja, vaya sustito te has dado… jajajajajaja.

El rincón.



No me gustaban esos recados que mamá me encargaba, y menos cuando oscurecía. Hacía horas que todos los críos nos habíamos recogido después del colegio y disfrutábamos del calor del hogar.

Me encontraba haciendo mis deberes escolares cuando surgió la temida petición:

—Anda, hija, baja a la bodega y compra una botella de gaseosa, ya sabes que a papá le gusta cenar con ella.

—¡Pero, mamá! Es muy tarde y hace mucho frío.

—Vamos, baja ya y no pierdas el tiempo —insistía mi madre con paciencia.

—Mira, no hay nadie en la calle, está oscuro y…

—¡Anda, anda! Échate una carrera que no te va a comer nadie —el hecho era irremediable.

Debía cumplir con el mandado. Me abrigué, aunque no era el frío lo que me preocupaba. Volví a mirar por la ventana, nada, ni un alma, pero tampoco eso era lo peor.

Vivía en la tercera planta de un edificio de cinco. Cuatro viviendas en cada rellano a los que se accedía por una escalera, no había ascensor. Cada tramo compuesto por quince escalones, uno de ellos más grande que permitía el descanso después de los ocho primeros. Los siete siguientes eran mi cruz.

Al llegar al último escalón de cada trecho te encontrabas con un rincón ciego que se abría hacia la derecha. Siempre me asustó esa oquedad. Elucubraba con seres escondidos esperándome al alcanzar aquel peldaño. Una cara, una mano que me atrapaba desde ese maldito vacío. No era gratuita la fantasía. En nuestros juegos infantiles ocurría muchas veces que alguien se escondía en él y esperaba tenerte a su alcance para salir de forma repentina y darte un susto, desagradable a veces y divertido cuando se hacía previsible. Pero esto fomentaba en mi imaginación otro tipo de apariciones.

Aquella noche debía enfrentarme de nuevo con el miedo. Cerré la puerta de casa y pulsé el interruptor para encender la luz general de la escalera. Bajé todo lo rápido que pude y corrí por la calle. Una vez que tuve la botella de gaseosa recorrí las dos manzanas que me separaban de mi bloque. Hacía un frío intenso. El vaho escapaba de mi boca mostrándome el fuerte contraste de temperatura. Caminaba a paso ligero, mirando al frente, decidida a alcanzar mi objetivo.

Me encontraba frente al portal. Respiré hondo. Tiritaba, y no solo por la helada.

De nuevo encendí la luz que iluminaba las cinco plantas durante unos minutos, no recuerdo cuántos con exactitud, pero sabía que eran suficientes para alcanzar mi puerta del tercero D desde la planta baja en la que ahora me encontraba.

Comencé el ascenso procurando no entretenerme, aunque sin correr demasiado. Mi respiración se aceleraba. Con cada pálpito acompañaba el tétrico tic tac que, desde el cuarto de contadores, me recordaba que el tiempo corría en mi contra, que la luz se podría apagar, una cuenta atrás imparable.

Intentaba evitar la sensación de pánico que me invadía al alcanzar la última etapa que daba al primer rincón. Una mirada de soslayo, rápida, temerosa, y giraba rápidamente para comenzar otra subida. Había superado el primer piso.

De las viviendas salía algún sonido, una voz, una risa… Tenía que recorrer otro tramo.

Cuando estaba a punto de llegar a la segunda planta, se me cayó el monedero escaleras abajo. Mi corazón galopaba, no podía perder tiempo o se apagaría la luz, pero tampoco podía dejar allí el dinero que me había dado mamá. Bajé veloz y alcancé el objeto perdido. Me dolía la garganta de respirar con ansiedad y comencé a toser. Me estaba poniendo muy nerviosa. Volví a subir los peldaños desandados, ya estaba cerca del siguiente rincón. Aquí me asusté y bajé dos escalones. Había escuchado algo. Pasos, sí, eran pasos. Igual un vecino que subía, o bajaba, o… Debía continuar como fuese. El aire me entraba cada vez con más dificultad y me sudaban las manos.

Me armé de valor y salté los dos escalones que me quedaban a la vez. Sin mirar a mi derecha, giré veloz para superarlo. Ya estaba en la segunda planta.

Tomé aire. Me agarré al pasamanos y miré hacia arriba. Ya faltaba poco, pero aún quedaba uno. ¡Qué extraño! Ya no escuchaba los pasos, pero tampoco había oído ninguna puerta cerrarse al entrar alguien en su vivienda.

Tic, tac, tic ,tac…

Escalón tras escalón, mirando al suelo, con la botella de cristal abrazada contra mi pecho, pensaba que mi suplicio estaba a punto de terminar. Al llegar al peldaño grande y a punto de enfrentarme a los siete últimos, tropecé y caí de bruces. La botella salió rodando haciendo mucho ruido hasta que retumbó en un estallido de cristales rotos y efervescencia. Sin darme tiempo a mirar hacia abajo mis ojos se quedaron ciegos. Tac… La luz se había apagado.

¡No puede ser!

Mi respiración se aceleró aún más. Me dolían las palmas de las manos y las rodillas. Me fallaban las fuerzas para levantarme. Ni siquiera podía gritar. Estaba aterrorizada. Cerré los ojos en un gesto instintivo a pesar de no poder ver nada. No quería estar allí, no podía soportar tanto miedo. Y de nuevo…, los pasos.

Está subiendo. No, estaba en el rincón y está bajando. Me quedaré quieta. Pero ya sabrá que estoy aquí, habrá escuchado el follón de la botella rota. ¿Por qué no enciende la luz? ¡Ah! No ve el interruptor, o, no quiere hacerlo. Quiere sorprenderme. Me cogerá. Debo llamar a mamá, pero no puedo gritar o sabrá… ¿Por qué se ha parado? ¿Qué hace? Está cerca, lo presiento. Oigo como respira.

De repente un chasquido. Me acurruco. Espero, y… Una mano se posa en mí. Grito aterrada, siento que mi cabeza va a estallar. Golpeo la mano que me atrapa… ¡Mamá, mamá!

—Pero hija, ¿eres tú? ¿Qué haces en el suelo? ¡Dios mío, estás sudando! ¿Estás herida?

—¿P… papá?

Y allí estaba mi padre, con una cerilla encendida y casi más asustado que yo. Algunos vecinos salieron de sus casas alertados por los gritos, preguntando qué pasaba. Alguien encendió por fin la luz de la escalera. En mi ataque de histeria tan solo escuchaba susurros, la voz de mi padre intentado dar explicaciones: Se apagó la luz mientras subía, y he tropezado con ella, y…

Ya en casa lloré abrazada a mi madre que tuvo que dormir conmigo esa noche.

Nunca me gustaron aquellos recados. Nunca olvidaré aquella noche. Nunca superé el miedo al rincón.

©Pilar G.C.