2 de septiembre de 2011

El traje.


Las mujeres decían que era una golfa.

Se dedicaba a los hombres, sí, y le gustaba. Lo había heredado de su madre y ésta de la suya. Mantenían su clientela desde hacía años, y para ellos este privilegio pasaba de padres a hijos. Su trabajo se hacía esperar, como el de cualquier artesano, y los resultados siempre eran los esperados.

—Aquí hace falta alguien con bemoles que termine con esto —decían las esposas de aquellos que la visitaban.

Pero ellos, sus clientes, adoraban su labor. Ellas, las esposas, a callar. Y Dolores, a trabajar.

—Mírala, ahí va. ¿En qué entrepierna habrá estado metida?

—Quizás en la de tu marido.

—Puede ser, ya que el tuyo no puede pagarlo.

Y así era. Tan solo unos pocos podían aceptar su precio. Pero el resultado se veía en aquellos hombres que se pavoneaban, a veces, incluso, a su lado.

Sus miradas no la alteraban ni un ápice. Con dos bandazos de su melena respondía al escrutinio al que se veía sometida, y más desde la “noticia”: Dicen que el alcalde ha solicitado sus servicios.

—Ya he llegado hasta él, madre.

—Siempre confié en ti, hija mía.

—Su mujer… me mata con la mirada.

—Ahora nos perseguirán más que nunca. Quieren una modistilla, no un sastre con tetas.

—No importa, madre. Que sigan con sus prejuicios y sus celos. Tomemos hilo y aguja, tenemos que confeccionar, no un traje, sino “El Traje”. Todos sabrán quien es La Dolores, la sastra de Miraflores.