16 de noviembre de 2015

Polvorín y el fuego.




No sé cómo relatar lo sucedido ayer noche en Medinaceli. Es muy complicado escribir cuando se siente tanto dolor y  tanta rabia. 

Escribo y borro, escribo y vuelvo a borrar... me pueden los sentimientos de indignación.

Quería hacer una crónica lo más real posible sobre Polvorín, el toro abrasado, explicar lo que para muchas personas supone el que, bajo el calificativo de fiesta popular, se torture a un animal con saña hasta dejarlo malherido y traumatizado el resto de sus días, pero no me salen más que exabruptos, y no quiero caer en ello ni alimentar un morbo innecesario. El tema es demasiado serio. 

Seguramente con mostrar las imágenes de Polvorín envuelto en el chisporroteo de las llamas que prenden en su cabeza, sería suficiente para horrorizar a cualquiera ante semejante barbaridad, pero,  hay más antes de prenderle, y hay más después de apagar el fuego y volver a cargarle en el camión que anteriormente le trajo a su aquelarre.



Está la algarabía de un pueblo que canta, baila y bebe antes de la quema. Está la preparación de una plaza con hogueras y una estaca para atar al animal antes de prenderle. Está una organización que desde el Ayuntamiento prepara el festejo y organiza a las fuerzas de seguridad para asegurarse de que todo saldrá según lo previsto. Torturar a Polvorín es el objetivo, por encima de todo. Qué cautela y qué frialdad para un acto de violencia extrema.


Después están los mozos que arrastrarán a tirones al toro con cuerdas mientras este se resiste e intenta evitar lo que su instinto de supervivencia le avisa: La muerte. Esos mozos que le atarán al poste y, bajo la ávida mirada de los espectadores congregados al rededor, le prenderán los cuernos untados con cualquier cosa que arda el tiempo suficiente para que el animal corra despavorido, enloquezca de pánico y dolor mientras es observado por un gentío que se alimenta con su sufrimiento.



“¿Sabes lo que más me llamó la atención y lo que más se me ha grabado en el alma? El silencio que había en la plaza; el olor a  tortura… con las hogueras encendidas. El camino al fondo con el toro al que arrastran con mucha, mucha violencia. Le sacan del camión tirando de cuerdas como salvajes…”  Laura. 


“Tengo un vídeo y se oye un berrido del pobre animal y… se te hiela la sangre”   Eva.



Cuando consideran oportuno que ya tienen suficiente, apagan a Polvorín y lo vuelven a cargar en el camión. Ya está ciego, le han quemado los ojos. Ya ha enloquecido con la inesperada y pavorosa acción. ¿Para qué?  Y cantan y bailan y beben… se divierten.

Los antidisturbios han cercado a los activistas que han acudido a decir basta ya, a intentar salvar a Polvorín, a pedir por su vida… Dos muchachas son golpeadas por los taurinos en la plaza tras saltar a ella en un intento desesperado por frenar la tortura; hay detenciones, sanciones, multas para los animalistas… intentar salvar la vida de un animal se castiga, pero se protege a sus torturadores… ¿A quién beneficia mantener embrutecidos a los violentos? Seguramente una alcaldía bien vale esta locura, y un puñado de votos se compran con pan y circo.  

Podría parecer mentira que esto exista hoy día en cualquier civilización, pero existe; que acciones tan crueles y despreciables sean el aliciente de todo un pueblo, pero lo son… con lo que podemos asegurar que la evolución, la civilización, el progreso, no han llegado a España. Hemos salido de la cueva, pero la cueva no ha salido de Medinaceli, o Tordesillas… y de todos y cada uno de los pueblos que incluyen en su agenda de festejos la tortura y la muerte de un animal. 

Mientras llega la razón, otros muchos seguiremos luchando, llorando y gritando ¡BASTA YA! 
LA TORTURA NO ES CULTURA. 
DERECHOS PARA LOS ANIMALES. 

Y, aunque puede parecer algo manida, os dejo la frase que un pacifista nos regaló hace mucho tiempo y que, por desgracia, debemos repetir una y otra vez hasta que se instale en el alma de todos.


La grandeza de una nación y su progreso moral puede ser juzgado por la forma en que sus animales son tratados. Gandhi



Gracias a vosotros, valientes, que acudísteis a defender a Polvorín con el único fin de intentar salvar su vida y demostrarnos que aún hay esperanzas para el ser humano. Vosotros sois el ejemplo a seguir. 




Pilar G. C.

Escrito con motivo del macabro festejo celebrado en Medinaceli (Soria-España) llamado Toro Jubilo en la noche del 14 de noviembre de 2015.









14 de septiembre de 2015

Por Rompesuelas: Lo evidente




evidente:
adjetivo
Que es tan claro y patente que no puede ser puesto en duda o negado.




Pues parece ser que lo evidente no lo es tanto. 

Se abre un puerta. El animal es liberado.

El toro respira, camina y disfruta de su libertad. Tras él, un numeroso grupo de personas dispuestas a divertirse, persiguen al animal entre risas y aspavientos. Vocean al animal que aún es ajeno a su destino. El toro intenta buscar pastos menos concurridos. De forma repentina comienza a sentir dolorosos impactos en su piel. No lo ha visto venir, pero por uno y otro lado repetidas lanzadas abren su carne. El animal, desconcertado, intenta escapar del dolor, pero los lanceros, entrenados y expertos verdugos, continúan con el ritual de clavar con saña una y otra vez sus armas. El toro huye. Como cualquier ser vivo intenta escapar del dolor y preservar su vida. Este acto excita aún más a los lanceros y a la masa enfervorecida que disfruta y admira el espectáculo entre los mugidos de dolor y el rojo de la sangre derramada; su adrenalina sube y su avidez de más no tiene límite. No hay compasión. Las lanzadas aumentan. Todos quieren participar y clavar su punta de lanza en el cuerpo del animal que se va cubriendo con los regueros de su propia sangre. La vega es amplia y hay que dirigirle hacia el lugar en el que le esperan otros lanceros, esta vez a caballo. Ahora, el animal, se gira con cada clavada, mira a quien le hiere sin comprender qué provoca eso. Su soledad, en medio de los armados pone de manifiesto la injusticia a la que está siendo sometido. Intentará defenderse; quiere parar la agresión; quiere salir de allí. Su instinto ya le ha asegurado que su vida está en grave peligro y tiene que luchar. Embestirá,  se girará de un lado a otro desconcertado y asustado ante una multitud cada vez más agresiva. Pero está en desventaja. De eso se aprovechan tanto los que le agreden, como los que, a una cobarde distancia, disfrutan de su ejecución. La sangre estimula sus ansias de más; la vega debe teñirse de rojo para alimentar su sed. Cuando consiguen llevar al animal al lugar previsto, aparecen esos otros “valientes” que, desde la protección de la altura que les proporciona el caballo, obligado también a sufrir el peligro y vivir la matanza, no dudarán en iniciar el sangriento ritual de lancear una y otra vez más al ya exhausto toro entre mugidos de angustia y sufrimiento hasta que no pueda más, hasta que su negro y vigoroso cuerpo esté cubierto de sangre y puñaladas. Caerá agonizante, tembloroso y aterrorizado. En ese momento, aquellos que ya se sienten orgullosos de su hazaña, se acercarán a él, le apuntillarán para rematar la cruel faena, le cortarán los testículos mientras aún vive, y alzarán sus brazos victoriosos, entre gritos de júbilo y satisfacción por sentirse más hombres al  tener sus manos manchadas de sangre inocente, por haber perseguido, herido, acosado, torturado y matado a un ser vivo que por unos momentos admiró la vega en la que fue soltado para el regocijo de esos que se hacen llamar así: hombres. 

Mujeres y niños asistirán al “festejo”. Niños, por cierto, que están contemplando un espectáculo de violencia y sangre del que nadie les protege. Niños a los que ninguna ley de protección a la infancia contempla aislar de tamaña incitación a la violencia, valga la redundancia. 

A esto lo llaman tradición. Cultura. Esta es su diversión. En la España del siglo XXI torturar es legal y es el aliciente de todo un pueblo. Tordesillas vive para su macabra fiesta. Eligen a su víctima y esperan el ansiado momento. Es más, tienen otro toro en la reserva, por si acaso. Hay que torturar, matar como sea. El torneo debe celebrarse por encima de todo. 

¿Qué clase de hambre se sacia del miedo, de presenciar cómo otro ser vivo sufre, sangra y muere espantado? 

¿Qué clase de ser disfruta torturando, clavando lanzas una y otra vez provocando una agonía larga y dolorosa? 

Lo evidente sería que un espectáculo con este calibre de violencia y sufrimiento, no debería ser considerado una diversión. Tanto la Justicia como la moralidad no deberían permitir que ningún ser humano se alimente de la barbarie de este y cualquier otro espectáculo de sangre. Es más, no deberíamos tener que hablar de esto siquiera. 

Se supone que ya no somos bárbaros. Pero si esta sinrazón se repite el próximo día 15, esta suposición quedará desmentida: lo seremos.

¿Qué clase de sociedad se está manteniendo? ¿Quién gana con el embrutecimiento del pueblo? 

Lo evidente me dice que preservar la vida, procurar bienestar, enseñar respeto y fomentar la empatía por los demás seres vivos a nuestros hijos es el camino de la evolución. ¿Hasta cuándo seguiremos manteniendo espectáculos de muerte que alimenten a un pueblo ávido de pan y circo? 

Mientras miles de seres humanos luchan por sobrevivir, por alcanzar una oportunidad de futuro para sus hijos huyendo de la guerra y su crueldad,  o del hambre y la pobreza, no podemos ser tan indecentes de mirar hacia otro lado y consentir que se institucionalice el dolor  en lugar de abrir nuestros corazones e invertir nuestros recursos humanos y materiales en salvar y proteger vidas, todas;  en acoger al necesitado; en salvar a un país en el que un gran número de sus propios ciudadanos necesita de nuestra ayuda, de nuestra solidaridad. 

La cura de esta sociedad enferma puede tener un principio esperanzador salvando a Rompesuelas. 

¿No es esto suficientemente evidente? 



Pilar Gómez Corona.














14 de julio de 2015

La ermita, su cuesta y unos huesos doloridos.




Bendita cuesta, y qué vistas tan bonitas tiene, no me canso de admirarlas, porque a su belleza natural añade la particularidad de hacer diferente cada ascenso a la ermita, y mira que llevamos años haciendo esto, desde que tu madre y la mía paseaban sus barrigas por estos campos para pedirle a la Virgen que naciésemos sanos y guapos, fíjate si hace años que nos conocemos; acuérdate sino de las carreras que nos dábamos con la pandilla regateando a nuestros padres, de punta en blanco ellos, limpios y endomingados nosotros, bien pasado el peine y con ese perfume a lavanda, escuchando a cada rato: ¡Juanito, cuidado! ¡Menganito, no te manches! mientras derrapábamos levantando el polvo del camino entre risas y empujones, que alguna colleja nos hemos llevado juntos, como juntos, años después, advertimos a nuestros hijos que respetasen los pantalones, que no ganábamos para rodilleras, hecho por otro lado inútil porque siempre regresaban a casa con algún siete en las perneras o una mancha de hierba en la camisa blanca, y nos reíamos después de todo, que es lo más gracioso, porque a pesar del gasto y el trabajo para reponer tanta chaqueta o blanquear calcetines, éramos felices escuchando sus carcajadas que al final es lo que da sentido a nuestra vida, una vida que, como hoy, casi ha transcurrido ermita arriba, ermita abajo, vestidos de domingo,  trapillo o gala, como cuando uno detrás del otro, tú del brazo de tu padre y yo de mi madre, pisamos, comidos por los nervios, estas incómodas piedras que en nada beneficiaron a los zapatos nuevos ni al traje de chaqueta gris marengo que años antes lució mi hermano y que olía a naftalina que hasta Don Antonio arrugó la nariz cuando llegue al altar ¿te acuerdas, verdad?, ríe, ríe, si yo lo hago como si lo estuviese viendo en este instante, es más, si cierro los ojos  puedo verte sujetando la cola de tu vestido de novia, blanco, impoluto, iluminado por aquellos bonitos destellos que titilaban en tu corpiño cubierto por cientos de piedrecitas que tu hermana y tú cosisteis durante meses, y permíteme que te lo diga de nuevo, con qué sutileza moldeaba aquél corpiño tu joven sensualidad, y no me mires así mujer, que ya sabes que lo siento tal cual lo expreso, no me gustan los cumplidos vacíos de sentimiento, sobre todo si son para ti, que son muchos años ya, cuarenta y cinco exactamente acabamos de cumplir a pesar de tus esfuerzos por no querer dar cuenta de ello a nadie, por encima de mi constante intención de celebrar con orgullo cada aniversario, menos mal que tía Aurelia se encarga de recordarlo cada mes de mayo al pueblo entero mientras reparte sus exquisitas rosquillas de anís a la vez que cuenta una y otra vez los tres días que las estuvo amasando, enroscando y friendo para que ninguno de los invitados se fuese sin haber degustado al menos de una a tres piezas, eso después del gazpacho manchego de mi madre y de los corderos asados que ya no recuerdo cuántos fueron, ni quiero, que aún resuenan en mis oídos aquellos agónicos lamentos que salían del matadero, válgame el cielo, nunca más he podido probar una chuletita de la congoja que me produce, y mira, eso que nos hemos ahorrado, que con unas alitas de pollo churruscadas con bien de sal he disfrutado lo mismo, unas cinco o seis, a ser posible acompañadas de esas alcachofas cocidas y aliñadas con aceite y limón que tan bien has preparado siempre; qué buen menú para tu hígado y el mío, lástima que todas tus recetas depurativas, alcalinas, desengrasantes, vitaminadas, con fibra o magnesio no hayan podido parar el transcurrir de los años o el deterioro de unos huesos que cada vez que un vecino se casa, nace o muere y se hace imprescindible recorrer la cuesta arriba, me gritan que ya está bien, qué cómo en tantos años a nadie se le ha ocurrido quitar estos pedruscos y allanar el camino, por el amor de Dios, o de la Virgen que con sus brazos bien abiertos nos espera allá arriba, tanto si pedimos salud para los hijos, amor para construir una familia o que nos permita descansar de una vez de tanta procesión a  su  templo al que ya llegamos, Clara, ya llegamos, escucha cómo resopla Dieguito, que aunque algo he mermado debo pesar lo mío dentro de ese ataúd tan ostentoso que han elegido para un descanso que bien me he ganado, que tú ya llevas un tiempo en la eternidad y ahora se impone primero ponernos al día, ¡anda que no tengo cosas que contarte!, y después, solo de vez en cuando, volver a subir la cuesta, pero así, etéreos, desde atrás, acompañando a la comitiva que corresponda, sin chinas en los zapatos ni el maldito dolor de huesos. 


Pilar Gómez Corona.


(Ejercicio para el curso de iniciación a la Novela realizado en la Biblioteca Antonio Mingote. 
 Consiste en realizar un relato en una sola frase, sin puntos)