14 de julio de 2015

La ermita, su cuesta y unos huesos doloridos.




Bendita cuesta, y qué vistas tan bonitas tiene, no me canso de admirarlas, porque a su belleza natural añade la particularidad de hacer diferente cada ascenso a la ermita, y mira que llevamos años haciendo esto, desde que tu madre y la mía paseaban sus barrigas por estos campos para pedirle a la Virgen que naciésemos sanos y guapos, fíjate si hace años que nos conocemos; acuérdate sino de las carreras que nos dábamos con la pandilla regateando a nuestros padres, de punta en blanco ellos, limpios y endomingados nosotros, bien pasado el peine y con ese perfume a lavanda, escuchando a cada rato: ¡Juanito, cuidado! ¡Menganito, no te manches! mientras derrapábamos levantando el polvo del camino entre risas y empujones, que alguna colleja nos hemos llevado juntos, como juntos, años después, advertimos a nuestros hijos que respetasen los pantalones, que no ganábamos para rodilleras, hecho por otro lado inútil porque siempre regresaban a casa con algún siete en las perneras o una mancha de hierba en la camisa blanca, y nos reíamos después de todo, que es lo más gracioso, porque a pesar del gasto y el trabajo para reponer tanta chaqueta o blanquear calcetines, éramos felices escuchando sus carcajadas que al final es lo que da sentido a nuestra vida, una vida que, como hoy, casi ha transcurrido ermita arriba, ermita abajo, vestidos de domingo,  trapillo o gala, como cuando uno detrás del otro, tú del brazo de tu padre y yo de mi madre, pisamos, comidos por los nervios, estas incómodas piedras que en nada beneficiaron a los zapatos nuevos ni al traje de chaqueta gris marengo que años antes lució mi hermano y que olía a naftalina que hasta Don Antonio arrugó la nariz cuando llegue al altar ¿te acuerdas, verdad?, ríe, ríe, si yo lo hago como si lo estuviese viendo en este instante, es más, si cierro los ojos  puedo verte sujetando la cola de tu vestido de novia, blanco, impoluto, iluminado por aquellos bonitos destellos que titilaban en tu corpiño cubierto por cientos de piedrecitas que tu hermana y tú cosisteis durante meses, y permíteme que te lo diga de nuevo, con qué sutileza moldeaba aquél corpiño tu joven sensualidad, y no me mires así mujer, que ya sabes que lo siento tal cual lo expreso, no me gustan los cumplidos vacíos de sentimiento, sobre todo si son para ti, que son muchos años ya, cuarenta y cinco exactamente acabamos de cumplir a pesar de tus esfuerzos por no querer dar cuenta de ello a nadie, por encima de mi constante intención de celebrar con orgullo cada aniversario, menos mal que tía Aurelia se encarga de recordarlo cada mes de mayo al pueblo entero mientras reparte sus exquisitas rosquillas de anís a la vez que cuenta una y otra vez los tres días que las estuvo amasando, enroscando y friendo para que ninguno de los invitados se fuese sin haber degustado al menos de una a tres piezas, eso después del gazpacho manchego de mi madre y de los corderos asados que ya no recuerdo cuántos fueron, ni quiero, que aún resuenan en mis oídos aquellos agónicos lamentos que salían del matadero, válgame el cielo, nunca más he podido probar una chuletita de la congoja que me produce, y mira, eso que nos hemos ahorrado, que con unas alitas de pollo churruscadas con bien de sal he disfrutado lo mismo, unas cinco o seis, a ser posible acompañadas de esas alcachofas cocidas y aliñadas con aceite y limón que tan bien has preparado siempre; qué buen menú para tu hígado y el mío, lástima que todas tus recetas depurativas, alcalinas, desengrasantes, vitaminadas, con fibra o magnesio no hayan podido parar el transcurrir de los años o el deterioro de unos huesos que cada vez que un vecino se casa, nace o muere y se hace imprescindible recorrer la cuesta arriba, me gritan que ya está bien, qué cómo en tantos años a nadie se le ha ocurrido quitar estos pedruscos y allanar el camino, por el amor de Dios, o de la Virgen que con sus brazos bien abiertos nos espera allá arriba, tanto si pedimos salud para los hijos, amor para construir una familia o que nos permita descansar de una vez de tanta procesión a  su  templo al que ya llegamos, Clara, ya llegamos, escucha cómo resopla Dieguito, que aunque algo he mermado debo pesar lo mío dentro de ese ataúd tan ostentoso que han elegido para un descanso que bien me he ganado, que tú ya llevas un tiempo en la eternidad y ahora se impone primero ponernos al día, ¡anda que no tengo cosas que contarte!, y después, solo de vez en cuando, volver a subir la cuesta, pero así, etéreos, desde atrás, acompañando a la comitiva que corresponda, sin chinas en los zapatos ni el maldito dolor de huesos. 


Pilar Gómez Corona.


(Ejercicio para el curso de iniciación a la Novela realizado en la Biblioteca Antonio Mingote. 
 Consiste en realizar un relato en una sola frase, sin puntos)