14 de septiembre de 2015

Por Rompesuelas: Lo evidente




evidente:
adjetivo
Que es tan claro y patente que no puede ser puesto en duda o negado.




Pues parece ser que lo evidente no lo es tanto. 

Se abre un puerta. El animal es liberado.

El toro respira, camina y disfruta de su libertad. Tras él, un numeroso grupo de personas dispuestas a divertirse, persiguen al animal entre risas y aspavientos. Vocean al animal que aún es ajeno a su destino. El toro intenta buscar pastos menos concurridos. De forma repentina comienza a sentir dolorosos impactos en su piel. No lo ha visto venir, pero por uno y otro lado repetidas lanzadas abren su carne. El animal, desconcertado, intenta escapar del dolor, pero los lanceros, entrenados y expertos verdugos, continúan con el ritual de clavar con saña una y otra vez sus armas. El toro huye. Como cualquier ser vivo intenta escapar del dolor y preservar su vida. Este acto excita aún más a los lanceros y a la masa enfervorecida que disfruta y admira el espectáculo entre los mugidos de dolor y el rojo de la sangre derramada; su adrenalina sube y su avidez de más no tiene límite. No hay compasión. Las lanzadas aumentan. Todos quieren participar y clavar su punta de lanza en el cuerpo del animal que se va cubriendo con los regueros de su propia sangre. La vega es amplia y hay que dirigirle hacia el lugar en el que le esperan otros lanceros, esta vez a caballo. Ahora, el animal, se gira con cada clavada, mira a quien le hiere sin comprender qué provoca eso. Su soledad, en medio de los armados pone de manifiesto la injusticia a la que está siendo sometido. Intentará defenderse; quiere parar la agresión; quiere salir de allí. Su instinto ya le ha asegurado que su vida está en grave peligro y tiene que luchar. Embestirá,  se girará de un lado a otro desconcertado y asustado ante una multitud cada vez más agresiva. Pero está en desventaja. De eso se aprovechan tanto los que le agreden, como los que, a una cobarde distancia, disfrutan de su ejecución. La sangre estimula sus ansias de más; la vega debe teñirse de rojo para alimentar su sed. Cuando consiguen llevar al animal al lugar previsto, aparecen esos otros “valientes” que, desde la protección de la altura que les proporciona el caballo, obligado también a sufrir el peligro y vivir la matanza, no dudarán en iniciar el sangriento ritual de lancear una y otra vez más al ya exhausto toro entre mugidos de angustia y sufrimiento hasta que no pueda más, hasta que su negro y vigoroso cuerpo esté cubierto de sangre y puñaladas. Caerá agonizante, tembloroso y aterrorizado. En ese momento, aquellos que ya se sienten orgullosos de su hazaña, se acercarán a él, le apuntillarán para rematar la cruel faena, le cortarán los testículos mientras aún vive, y alzarán sus brazos victoriosos, entre gritos de júbilo y satisfacción por sentirse más hombres al  tener sus manos manchadas de sangre inocente, por haber perseguido, herido, acosado, torturado y matado a un ser vivo que por unos momentos admiró la vega en la que fue soltado para el regocijo de esos que se hacen llamar así: hombres. 

Mujeres y niños asistirán al “festejo”. Niños, por cierto, que están contemplando un espectáculo de violencia y sangre del que nadie les protege. Niños a los que ninguna ley de protección a la infancia contempla aislar de tamaña incitación a la violencia, valga la redundancia. 

A esto lo llaman tradición. Cultura. Esta es su diversión. En la España del siglo XXI torturar es legal y es el aliciente de todo un pueblo. Tordesillas vive para su macabra fiesta. Eligen a su víctima y esperan el ansiado momento. Es más, tienen otro toro en la reserva, por si acaso. Hay que torturar, matar como sea. El torneo debe celebrarse por encima de todo. 

¿Qué clase de hambre se sacia del miedo, de presenciar cómo otro ser vivo sufre, sangra y muere espantado? 

¿Qué clase de ser disfruta torturando, clavando lanzas una y otra vez provocando una agonía larga y dolorosa? 

Lo evidente sería que un espectáculo con este calibre de violencia y sufrimiento, no debería ser considerado una diversión. Tanto la Justicia como la moralidad no deberían permitir que ningún ser humano se alimente de la barbarie de este y cualquier otro espectáculo de sangre. Es más, no deberíamos tener que hablar de esto siquiera. 

Se supone que ya no somos bárbaros. Pero si esta sinrazón se repite el próximo día 15, esta suposición quedará desmentida: lo seremos.

¿Qué clase de sociedad se está manteniendo? ¿Quién gana con el embrutecimiento del pueblo? 

Lo evidente me dice que preservar la vida, procurar bienestar, enseñar respeto y fomentar la empatía por los demás seres vivos a nuestros hijos es el camino de la evolución. ¿Hasta cuándo seguiremos manteniendo espectáculos de muerte que alimenten a un pueblo ávido de pan y circo? 

Mientras miles de seres humanos luchan por sobrevivir, por alcanzar una oportunidad de futuro para sus hijos huyendo de la guerra y su crueldad,  o del hambre y la pobreza, no podemos ser tan indecentes de mirar hacia otro lado y consentir que se institucionalice el dolor  en lugar de abrir nuestros corazones e invertir nuestros recursos humanos y materiales en salvar y proteger vidas, todas;  en acoger al necesitado; en salvar a un país en el que un gran número de sus propios ciudadanos necesita de nuestra ayuda, de nuestra solidaridad. 

La cura de esta sociedad enferma puede tener un principio esperanzador salvando a Rompesuelas. 

¿No es esto suficientemente evidente? 



Pilar Gómez Corona.