16 de agosto de 2023

El Bosque Azul, una bruja y una ruda.




—Ha llegado bien, y se la ve feliz. 

—¿Se lo darán?

—Sí, seguro, no te preocupes. 

—Solo quiero que sepa de mi existencia y conozca a su madre.

—Y así será. Confío en ellas. Dejemos que los acontecimientos transcurran tal cual se leyó en el agua. 










Quinientos años atrás:


—No vivirá mucho tiempo. 

—Es preciosa. No veíamos una bruja tan bonita desde hace milenios. 

—Más en su contra. Esa belleza confirmará las sospechas de todos. 

—Nunca lo sabremos. Su madre se ha llevado el secreto con ella: Elfo. Duende. Gnomo… 

—Ember no era como nosotras. Su cuerpo siempre perteneció al bosque. 

—¿Cómo ha podido pasar esto? Nosotras no morimos en los partos. 

—A veces ha pasado. Cuando se mezclan las magias en las entrañas, el resultado es imprevisible. Os lo advertí. Os lo advertí… 

—¿Y qué hacemos con la niña? No podrá sobrevivir sin su madre. Ninguna otra podrá sustituirla. Hace falta mucha magia para…, espera, se me está ocurriendo algo que es posible que… ¡Úrsula, riega la ruda! Y riégala bien. Nos vamos de viaje. 

—Tú y tu ruda. Voy. 


—Envuélvela bien, por favor, Úrsula. 

—Eso ya está hecho. Y tú, ¿Has proclamado la impregnación como debe ser?

—Esencia  de lavanda. Polvo de luna. Hechizos de protección y buenos deseos, y el saquito con las siete piedras. Creo que no falta de nada. 

—Bien, pues en marcha. Pégatela bien al pecho. 



Agotadas tras días de caminata y  un poco asustadas, se cercioraron de que estaban  bien adentradas en la espesura del Bosque Azul. Allí, rodeadas de miles de flores, frondosos arbustos repletos de bayas y árboles tan altos que se perdían a la vista, encontraron un pequeño manantial del que brotaba un agua azul que iluminaba todo a su alrededor. 


—Mira ese hueco bajo la piedra. Ahí estará resguardada. Si tiene que sobrevivir este será su lugar de partida. 

—Águeda, date prisa; las hadas podrían aparecer y no nos está permitido estar aquí. 

—¿Ha quedado leche? 

—Sí, Hay suficiente.

—Déjala cerca del agua y se mantendrá fresca. Coloca el pesebre. ¿Has traído todos los hatillos que preparamos?

—Aquí están. Hemos agotado todas las reservas de hierbas que teníamos para el verano. 

—Ya recolectaremos más. Ella las necesita más que nosotras ahora. 


Colocaron a la niña sobre el pesebre de heno fresco con mil flores bajo el hueco de una piedra que formaba una pequeña cueva. A su alrededor, y protegiendo todo su  cuerpo, fueron depositando hatillos de hierbas cuya mezcla propiciaba buenos augurios de salud y bienestar; no había un solo hechizo o encantamiento que no rodearan a la recién nacida en aquella cuna pegada al manantial de aguas azules. Entonaron cánticos intencionados y convocaron las almas de cada una de las brujas conocidas, sobre todo a la de Ember, su madre, para que el escudo mágico del amor envolviese a la brujita librándole de todo mal. 


Corría una suave brisa cuando terminaron sus rituales; oscurecía ya y debían partir hacia su aldea. Llegaba el momento en el que los habitantes del bosque saldrían para hacer sus rondas y recolecciones. La pequeña había dejado de llorar después de tomar un poco de la leche que habían llevado para ella. Dormía cuando, decididas a no mirar hacia atrás, las brujas emprendieron el regreso hacia su hogar. 


—¿Has dejado la leche, verdad?

—Sí. En la fuente, como dijiste. ¡Y  deja ya de llorar!

—Ni siquiera la hemos puesto un nombre. ¿Cómo se nos ha olvidado?

—Bastante hemos hecho. 

—¿Has visto sus ojos? ¡Qué ojos! Presagian cosas buenas. 

—El destino dirá. 

—¡Ya está! Iris. Se llama Iris.


Águeda giró su cara hacia la pequeña, cerró los ojos, susurró su nombre, sopló con suavidad hasta que la niña quedó cubierta por un suave aliento que proclamaba su nombre: Iris. 


Pasaron quinientos años desde aquél día en el que Iris fue dejada a su suerte en el Bosque Azul. Las brujas dedicaban muchos momentos para recordar a Iris y desearle que hubiese tenido una buena vida. Aunque sabían que ninguna bruja sobrevivía a su madre fallecida en el parto, la esperanza de que aquel padre misterioso hubiese sentido el corazón latiente de la pequeña y la hubiese recogido se convirtió en una especie de leyenda, de cuento, de deseos para las segundas oportunidades. La magia es poderosa y creer en ella su mayor poder. 


Y un día…


—Úrsula, Úrsula, levántate. ¡Vamos!

—Déjame, por favor, me duele todo. No volveré a danzar así nunca más. Soy muy vieja para eso ya. ¡Y tú también! ¡Déjame dormir!

—No puedo. Está pasando algo importante. ¡Ven!

—¡Qué no!

—¿Y si te digo que del bosque ha salido un ser tan luminoso que irradia un aura azul? Bajo sus pies van naciendo flores de colores, colores y aromas que nunca has podido imaginar. Arrastra una estela que parece el mismísimo arcoíris. 

—Lo que te digo. No volvemos a ningún aquelarre más. Ya no tenemos edad para beber esas pócimas que luego…

—¡¡Te digo la verdad, bruja vieja y gruñona!! ¡¡Levántate!!

—¡Ya voy! Maldita bruja loca. 


Y allí estaba. Su apariencia podría no ser muy diferente a la de las demás brujas del poblado, salvo por un aura azul y una belleza diferente. Todo se suavizaba con los colores que portaba en su vestido. Los colores del arcoíris. Y algo muy extraño. Algo que ninguna bruja había llevado nunca, porque sí, su aspecto podría ser el de una bruja, pero sus movimientos eran avisados por un pequeño cascabel que colgaba de la punta de su gorro. Algo propio de duendes y otros seres. Parecía muy joven, quizás con no más de cuatrocientos años, por eso emanaba juventud y frescura. 


La visitante estaba rodeada de otras habitantes del poblado. Brujas jóvenes, ancianas, niñas…, todas ellas parecían escuchar con atención lo que les contaba. 


—¿Quién es? —preguntaron las hermanas con curiosidad y, también, con preocupación, a la bruja más anciana de la aldea que escuchaba a distancia apoyada en su escoba.

—No lo sé. Pero esto me resulta extraño. Prefiero no saber nada más. Me vuelvo a casa. He dejado un ungüento a medio hacer. No me interesan historias del bosque, no, no me interesan, me voy, me voy…

—Ven,  Úrsula, acerquémonos. 

—No sé si es buena idea. Siento una presión en mi pecho que…

—A mí me pasa igual. No digamos nada más hasta cerciorarnos. 


Y allí, de pie, con su escoba entre las manos y una voz que no pudieron obviar por el recuerdo que traía a sus oídos, una bruja rodeada de flores y aromas a hatillos mágicos contaba su historia: 


—Vengo del Bosque Azul. Allí me criaron sus habitantes. Me contaron que un día aparecí en una pequeña cueva al lado del manantial. El hada madre decidió que,  aunque era una bruja, mi aura era especial; parecía hija de la luz, una luz que habitaba entre ellos. Algo extraño, dijeron. Y entre todos me educaron. El que sobreviviera sin mi madre parece algo inaudito. Hubo momentos en los que pensaron que moriría tras llorar y llorar durante horas, días… La leche que me daban no me sentaba bien, y no encontraban una igual a la que apareció a mi lado cuando me encontraron. Cambiaban de la de unas madres a otras, pero no resultaban y yo lloraba y lloraba, hasta que, sin saber cómo, empezaron a aparecer pequeños cantaros con una leche blanquísima y dulce que, desde ese momento, me alimentó y consiguió hacerme crecer. Esa es la magia del bosque, siempre aparece lo que necesitas. Dicen que nunca más volví a llorar. Que mis ojos empezaron a iluminarse como estrellas y comencé a sonreír. A los cincuenta años comencé mi aprendizaje. Imaginad, conozco la magia de cada uno de los habitantes del bosque. Recetas, hechizos, pócimas, bizcochos, estelas cargadas de estrellas y polvos que cambian de color  y que podrían transformarte por completo si así lo deseas. El hada madre me visitaba por las noches y me relataba historias fantásticas mientras me dormía que al despertar ya no recordaba, pero que dejaban en mí nuevos conocimientos y cambios en mi aspecto con un fin que, según me advertía, vendría en un futuro. 


>>Hace unos meses me comunicaron que debía prepararme para regresar a mi procedencia, ya que estaba claro que era hija de una bruja. Debía completar mi sabiduría con lo que vosotras, todas vosotras, me enseñéis. Llevo dos días caminando desde el punto en el que me dejaron los centauros hasta llegar aquí. 



Y siguió relatando su vida en aquel maravilloso bosque. Describió a algunos de sus habitantes, aunque no a todos, ya que a algunos no era posible definirlos, solo se les podía sentir. Contaba qué comían, cómo aprendía con lo que cada uno aportaba a los demás. Las largas jornadas de magia en las que acababa con los dedos dormidos, con la cabeza llena de cánticos que se convertían en un hechizo para tal o cual cosa. Las miles de bayas dulces y jugosas que se encontraban por todos lados con efectos para nuestra salud o para nuestro conocimiento. Las flores que se le pegaban al vestido, que fue creciendo de largo con el tiempo más y más, era un capricho de seres mágicos que se divierten haciendo estas cosas y ella era la favorita de todos para probar sus fantasías. Cuando comenzaron las clases de pócimas y el caldero empezó a hervir, se dieron cuenta de que Iris necesitaba los conocimientos de las brujas para completar su sabiduría. 


—Y aquí estoy. Les echaré de menos. Son mi familia y les quiero. Y aunque sé que los volveré a ver, me advirtieron que sería dentro de muchos años, cuando me convirtiese en la  bruja que estoy predestinada a ser. Solo entonces podía llegar hasta ellos de nuevo. Serás alguien único, me dijeron el día de la despedida entre risas, también llantos; bailes ny vuelos sorprendentes. Si vieseis lo preciosas que son las hadas… Por cierto, ¿con quién podré vivir? 


Desconcertadas con todo ese relato, se miraban unas a otras preguntándose si aquello sería del todo cierto. Conocían historias del Bosque Azul y a algunos habitantes del mismo que se acercaban a su aldea en ocasiones especiales: solsticios,  lunas de sangre y  otras circunstancias, como cuando hablaban las piedras, y confiaban en ellos,  pero ahora, ante aquella especie de bruja luminosa, no sabían muy bien qué responder ni qué debían hacer. Entonces se escuchó una voz:


—¡Con nosotras! Vivirás con nosotras.

—¿Pero qué dices? ¿Te has vuelto loca? —protestó Úrsula. 

—Yo soy Águeda, y ella es mi hermana Úrsula. Ven. Nuestra casa es muy grande y, como ves, somos ya muy ancianas, nos vendrá bien tu compañía. Nosotras te enseñaremos todo lo que necesitas saber. Bueno, nosotras y todas las demás. Deberás aprender de todas ya que cada una tiene su peculiaridad y su Don. Si te parece bien, querida… no sé cómo llamarte.

—¡Ah, perdón! Llevo mi nombre escrito en mi brazo, dicen que me lo grabaron con el aliento de una bruja. A veces pienso que me contaban lo que querían —y rieron las dos.

—Entonces te llamas…

—Iris. Me llamo Iris, La Bruja de las Segundas Oportunidades.

—Por supuesto. 


Y así, se encaminaron las tres juntas hacia la casa con forma de bizcocho y tejado de chocolate, privilegio de las más ancianas del lugar. Úrsula, apoyándose en su bastón, iba mascullando algo de lo que Iris y Águeda no se percataron ya que se iban contando sus  cosas. 


Esa noche, una vez acomodada en su habitación, en su cama con aromas a hatillos de otros tiempos y una almohada rellena con heno de mil flores, Iris durmió como si aquel fuese el sitio en el que llevaba toda su vida. 


En la cocina, Águeda se acercó a la ventana donde la ruda crecía con cada rayo de sol, con cada gota de agua; era tan grande que estaba cubriendo todas las paredes, algo bueno, ya que, cuanto más grande, mayor era el poder de las brujas de esa casa. Se colocó frente a ella y le pidió: por favor, devuélveme lo que esconden tus raíces. Gracias por guardarlo. Abrió sus manos y en ellas quedó depositado un cuaderno que decía: “Para ella, de sus padres”.



Dedicatoria: Para Laura. Para tu segunda oportunidad. Para todas las que vengan detrás. Para tu felicidad. 

Con todo mi cariño y amor verdadero.






Autora:Pilar Gómez Corona.

Imagen: Bruja de lana afieltrada creada por Pilar GC