20 de enero de 2011

El llanto de la hechicera.


Leonor caminaba a paso rápido entre los callejones de la ciudad. Toledo, era un hervidero de gente en esos días. Curiosos, fieles, nobles… todos venían para asistir al espectáculo, y no era momento de llamar la atención.

—¿De dónde vienes a estas horas?

—He estado en el mercado de las bestias. Hoy ha habido un gran número de sacrificios y necesitaba unas vísceras de carnero. Tengo que preparar la pócima cuanto antes.

—¿No está mejor la joven?

—No, ha empeorado. El marido quiere avisar al médico que atiende al Corregidor. Y el barbero no para de decirle que con mis remedios su esposa morirá.

—Eso no es nada bueno, si pasara lo peor…

—Lo que no es bueno es tanto parir para esta mujer.

—Ya tiene edad para ello. A sus diecisiete años yo tenía tres hijos.

—Pero ella es débil y enfermiza. Tuvo muchos problemas con los otros partos y a los tres meses del último ya estaba preñada de nuevo. No sé qué pasará la próxima vez.

—¿Necesitas ayuda con el preparado? No quiero salir muy tarde con tanto revuelo.

—No, vete tranquila. Ya tengo todos los ingre… ¡Vaya! Olvidé recoger la orina del esposo. Tendré que volver a por ello.

—Pero, eso es una locura Leonor, ¿no puedes prescindir de ello?

—Sabes que no.

—Pues ten cuidado. No perderán oportunidad de añadir alguien más al auto de fe del domingo. Y teniendo al barbero en tu contra… podría denunciarte. Después de lo de Catalina estarán deseando condenar a alguien para quitarse la espinita.

—Catalina… aún está recuperándose de los cien latigazos. Esperarán a que pueda caminar para el destierro. 

A pesar de tantas denuncias, de su condena por bruja y del último espectáculo, sigue viva. Creo que la temen más a ella que al diablo. ¿Sabes que en la última invocación que hizo asistieron más de ochenta personas? No cabía un alfiler frente a la Iglesia de San Andrés.

—¡Bah! El motivo es igual. La temen por lo que sabe, no por sus conjuros. Más de un noble ha participado de ellos y los que denuncian es por miedo a la Inquisición y no a caer en el Averno. ¡No hay quién les entienda! Preferirán condenar a una hechicera  para dar ejemplo, antes que quemar a Catalina Sánchez.

—Lo sé. El espectáculo será grande el domingo. Dicen que asistirán importantes personalidades. No quiero ser uno más de sus condenados ni acabar con un sambenito. Preferiría la hoguera.

Para llegar cuanto antes cruzó la plaza de la Catedral. Estaba abarrotado de personas enardecidas por los futuros acontecimientos. Una simple señal con el dedo podría acabar con ella en las celdas de la Inquisición.

Al llegar a la casa de Isabel entró por la puerta accesoria. Le pidió a uno de los mozos que avisase de su presencia. Mientras esperaba, aprovechó para hacerse con varias pezuñas de cerdo y algunos excrementos.

—Suba, la están esperando —le indicó un mozo.

—Guárdeme esto aquí mientras tanto, por favor. Lo recogeré a la salida.

—No quiero guardar nada a ninguna bruja. Lléveselo o tírelo, pero no me complique.

—¡No soy una bruja!

—Brujas o hechiceras… ¡qué más da! Todas sois iguales

Cuando Leonor entró en la sala se encontró al señor hablando con el barbero entre voces y aspavientos. Al verla la señaló con el dedo mientras imprecaba en su contra.

Ella quedó muda. Un frío interno comenzó a subirle desde las piernas.

—¡Hechicera, acércate! El barbero te acusa de haberte visto asistir al último aquelarre en el Cerro del Bú. Esto es muy grave Leonor.  Si tus remedios proceden de los ritos e invocaciones de esas reuniones de brujería, no quiero tu ayuda nunca más.

—¿Aquelarre? Esas mujeres no hacen nada malo. Es una simple fiesta en la que comen, beben y bailan hasta el amanecer tan solo por diversión. Los sacrificios son de pequeños animales para el ágape, y su único pecado sería el excederse con sus brebajes que las dejan extasiadas. Además, no sé qué denuncia este hombre cuando él es uno de los que luego asisten a abusar de aquellas pobres viejas mientras duermen su borrachera. ¡Hijos del diablo! Así llaman a sus vástagos, cuando son los hijos de los mismos que las denuncian. Yo nunca he participado en esos encuentros, y si estuve allí fue para atender a alguna herida por las salvajes agresiones de esos hombres, y le aseguro que allí no había nada maligno. El barbero quiere ocupar mi puesto y ganar dinero sangrando con sus carnicerías. Señor, usted sabe que he curado otras veces a su esposa y, si vos me permitís, lo intentaré de nuevo.

—Está bien. Continúa con tus remedios, hechicera.

Leonor obtuvo el último ingrediente y preparó la pócima. Regresó y atendió a Isabel. Le frotó el ungüento por el vientre y esperó confiando en un buen resultado.

La joven murió esa misma noche.

El barbero acusó a Leonor de brujería y el noble apoyó su denuncia.

Cuando fueron a detenerla, Leonor no se resistió, sabía que era imposible escapar a la Santa Inquisición, que acabaría en las mazmorras para ser torturada hasta confesar aquello que querían oír. Con seguridad, sería condenada y formaría parte del auto de fe que tanto temía.

Fue abrasada viva en el quemadero del Zocodover dos días después.

En el archivo inquisitorial quedaría escrita para siempre su confesión y su condena por hereje. No se la acusó de brujería, viejas locas al fin y al cabo, ya que aquello tan solo supondría el destierro. Su muerte sería mejor ejemplo y escarnio para otras hechiceras que ya eran más solicitadas que el párroco de la iglesia.

Lo que no se escribió en ese informe fue el buen hacer de Leonor y sus recetas, o que el médico también había visitado a Isabel y anunció la inevitable muerte de la joven madre.

Sería mejor ocultar la relación de la hechicera y sus pócimas con tan destacada familia, algo que, aunque habitual, no era lo adecuado.

Hay quien dice que cada noche, en el callejón de la casa de Leonor, se escucha un llanto desesperado que clama justicia. Pero… ¡vaya usted a saber!

©Pilar G. C.

(Tercer premio Segundo Certamen de Cuentos, Taller de Cuentos) 



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