20 de enero de 2011

Por una coliflor...




Cada tarde, Ahmed paseaba entre los puestos del mercado. Su exotismo despertaba el interés de vendedoras y transeúntes, que no ocultaban su admiración ante aquella atractiva imagen, provocando comentarios no siempre bien disimulados.

Tarek, su criado y protector desde la infancia, cargaba con las compras que, por capricho, adquiría su amo.

—Mi señor, no necesitamos todo esto, ya se han encargado de hacer la compra esta mañana, y…

—No protestes, Tarek, son objetos sin importancia y mi dinero es bien recibido.

—Os aseguro, mi señor, que con vuestra sola presencia ya quedarían satisfechos. No es necesario…

—Calla, gruñón. Vamos, me apetece una manzana para el camino.

Se detuvieron ante un pequeño puesto de frutas y verduras, donde una joven de aspecto rollizo y saludable, ofrecía sus productos a todo aquel que se aproximaba.

—Acérquese, noble señor, tengo lo mejor de nuestra huerta.

—¿Qué me ofreces con el mismo color de tus mejillas, muchacha?

—Oh, señor, todo aquí posee la misma salud que yo, y ya me veis…

—Ja, ja, ja. Dame unas manzanas pues, y que sean las más dulces de todas.

—¿Manzanas? ¡Las mejores para el caballero!

—¡Mujer!, —exigió una sirvienta con voz áspera — ponme esa coliflor para mi señora, rápido.

—Un momentito por favor, en cuanto ponga las manzanas —respondió la vendedora.

—No seas insolente, muchacha, mi señora no puede esperar —insistía la mujer.

Tarek protestó por lo que consideraba una tropelía. Comenzó una discusión entre ambos sirvientes, mientras la vendedora mediaba sin éxito. Ahmed presenciaba divertido la escena. Cuando se disponía a intervenir, la imagen de una joven dama le paralizó. 

Inés, con gesto preocupado, observaba el intercambio de quejas entre Tarek y su criada, sin percatarse de la escrutadora mirada de Ahmed, que había quedado prendado por su extrema belleza. Su imagen angelical, de piel blanca y sutil figura, contrastaba con una llamativa melena rojiza que se ensortijaba en su caída hasta alcanzar su cintura.

—Muchacha —indicó a la verdulera— no os preocupéis, dadle a esta dama lo que necesite, yo puedo esperar.

—Pues aquí tenéis, señora —respondió ésta entregando la mercancía— la mejor coliflor de todo el mercado.

—Eso espero por tu bien —la sirvienta tomó la coliflor, entregó unas monedas y se dispuso a abandonar el puesto.

Inés, con paso tímido, se dirigió hacia Ahmed, que no podía dejar de admirarla.

—Gracias, caballero, y perdonad la rudeza de mi aya. Habéis sido muy amable.

Ahmed respondió con una leve reverencia aun sin poder articular palabra, y siguió atento la marcha del a joven ensimismado por su grácil caminar. Se llevó una mano al pecho, y en ese instante, sintió una punzada en su corazón que le estremeció de pies a cabeza.

—¡Señor, señor! Sus manzanas… —Pero Ahmed ya no respondió.

Tarek, intuyó por donde andaban los pensamientos de su amo, y no se equivocó.

—¿Has visto cuán hermosa es, Tarek?

—Sí, mi señor, lo he visto. Cruel es el amor que enreda entre lo imposible.

—¿Imposible? ¿Por su piel, quizás?

—Quizás.

—¿Por su religión, tal vez?

—Tal vez.

—Eso ya lo veremos.

Inés regresaba a casa caminando distraída, canturreaba y jugaba con su pelo. Esto alertó a su aya que no pudo evitar interesarse por ese estado de ensoñación.

—¿En qué piensa mi niña?

—¿Le has visto, aya, te has fijado en sus ojos?

—Me he fijado más en su oscura tez y el turbante de su sirviente —puntualizó irónica el aya.

—Eso no lo he apreciado, pero sí el color de sus ojos, su sonrisa, sus labios…

—Tranquila, niña, o te perderás en un laberinto de difícil salida.

—Eso, sí, perderme en su laberinto…

—¿Cómo una doncella, que no conoce varón, puede tener esos pensamientos…?

—¿Acaso tú no los tienes?

—Bueno… los tuve, sí, pero hace mucho tiempo de eso.

—Cuéntame, aya, cuéntame cómo es, qué se siente cuando un hombre como él te posee.

—¡Pero qué barbaridad es esa, Inés!

—Siento que mi cuerpo está despertando al amor, es, como un cosquilleo en…

—Vale, vale, sé qué cosquilleo es ese, pero esto no es propio de una dama.

—¿Ah, no? ¿Es que una dama no puede entregarse al amor?

—En brazos del esposo adecuado, sí.

—Pues yo también quiero un esposo, y a ser posible, como él.

—Esto no acabará bien, no señor, no acabará bien —sentenció la sirvienta.

Inés hizo todo lo posible por encontrarse con Ahmed en el mercado cada día. Había averiguado por medio del servicio, y con la ayuda de su aya, quién era ese apuesto joven de piel oscura. Su padre, era un rico mercader que comerciaba con especias y finas telas procedentes de Egipto, su lugar de nacimiento, aunque Ahmed había vivido la mayor parte de su vida fuera de allí, acompañando a su padre en sus negocios por el mundo, lo que le había proporcionado una amplia cultura además de las riquezas que sin duda poseía. Afincado en Castilla desde hacía un año, gozaba de una reputación, cuando menos, contradictoria. Su bondad era por todos reconocida, así como una enorme predisposición a gastar sin reparos, incluso, algunas malas lenguas criticaban una excesiva afición por el sexo femenino. Esto, al contrario de espantar a Inés, aumentó su interés por él. No era dada a dejarse influir por murmuraciones y comentarios de servidumbre.

Ahmed también había hecho sus averiguaciones respecto a Inés, la dulce y respetada hija de un noble castellano emparentado en la distancia con la casa del Rey. Su gran fortuna contrastaba con la amable gestión de sus posesiones y la benevolencia con la que trataba a sus súbditos. Éstos trabajaban sus tierras, y él les cedía buena parte de ellas, con lo que obtenían alimento para sus familias y venta para el mercado, hecho que satisfizo a Ahmed, quien apreciaba el buen corazón de los hombres.

Durante sus “coincidencias”, apenas cruzaban palabra. Un saludo cortés, intensas miradas, y el gesto torcido de sus acompañantes, que no veían de buen grado el interés mutuo de sus amos.

Pero una mañana…

—Buenos días, señoras —saludó Ahmed— Bonito día, ¿verdad?

—Buenos días. Sí, precioso, —respondió Inés.

—Tenemos una espléndida primavera, y es un placer encontrar flores tan hermosas por todos lados.

—Sí… el campo está muy bonito —disimuló Inés.

—Señora, perdonad mi atrevimiento, pero… ¿podría acompañaros en vuestro paseo?

—Si os place, aunque ya regresábamos a casa.

—Entonces, con vuestro beneplácito, caminaré a vuestro lado.

Hablaban y reían bajo la atenta e inquisitiva mirada de sus criados, que optaron por mantener un silencio absoluto.

Al llegar a la casa de Inés, Ahmed agradeció la deferencia y se despidió de ambas mujeres.  Inés no pudo contener la emoción, hecho que no pasó desapercibido para su padre que acudió a su encuentro. Inés le contó que había conocido al hijo del rico mercader de especias del que muchos hablaban, y que había sido muy amable al acompañarlas. El noble, frunció el ceño y lanzó una mirada inquiriosa al aya, que se encogió de hombros.

—Hija, ¿no crees que pasear con un desconocido no es lo más adecuado en una joven doncella?

—Bueno, padre, voy con mi aya, que me protege con esmero. Ahmed, que así se llama el joven, ha tenido muchas atenciones hacia nosotras, y no está bien que me muestre desagradecida ni altanera. Es un hombre muy educado y respetuoso, padre mío, no debes preocuparte.

—Aun así, no creo que sin una presentación previa y sin yo conocerle, debas andar por ahí con ningún hombre, por muy caballero que sea.

—Eso tiene arreglo, padre. Siempre puedes hacer tú las presentaciones oportunas, y así conocer al rico mercader.

Inés despertó la curiosidad de su padre. A los pocos días, y con motivo de los juegos de  primavera, la casa de Ahmed recibió la invitación para asistir al evento. Inés no cabía en sí de gozo. Ayudó en los preparativos y eligió el mejor de sus vestidos. Sabía que deslumbraría a Ahmed, y agradaría a su propia madre, que apreciaba en ella el interés por los actos de sociedad.

El día señalado, el rico mercader y su séquito, fueron recibidos con todos los honores, se hicieron las presentaciones oportunas al resto de invitados, siendo el centro de atención durante toda la jornada. Los modales y la exquisita educación de Ahmed, sorprendieron a todos. Su rica indumentaria y su deslumbrante físico, hizo las delicias de todas las mujeres allí congregadas, situación que no le pasó desapercibida, para su propio regocijo, aunque sus ojos estaban puestos en Inés.

Padre e hijo, disfrutaron con los juegos y la masiva participación del vulgo, que agradecía aquellas jornadas y la esporádica intervención de algunos señores que competían en actividades como el tiro con arco, o la exhibición de magníficos halcones para la caza. Hablaron del comercio de telas, de lejanas tierras y de la mutua afición por los caballos.

Al terminar el día, todos quedaron complacidos. Ahmed aprovechó la despedida para agradecerles el detalle e invitarles a visitar su hogar, del que estaban muy orgullosos. Les habló de los maravillosos jardines repletos de árboles traídos de todo el mundo, sus bellas flores y estanques con peces de colores. Allí podrían pasear y montar a caballo. El padre de Inés se excusó, debía partir hacia la corte en un par de días, pero animó a Inés a visitarles, ya que era muy aficionada a plantas y animales, siempre, claro está, acompañada de su aya.

Inés creía morir de satisfacción. Todo había salido a las mil maravillas.

Pasada una semana, recibió una invitación de manos de un criado. Respondió que sí al instante y el mensaje partió de vuelta. Irían al día siguiente.

Cuando el carruaje se detuvo en la entrada del palacete, Ahmed acudió a recibirlas. Estaba impresionante vestido con una fina túnica negra. Él también apreció el delicado vestido blanco que portaba Inés, resaltando esa melena rojiza, como el fuego que comenzaba a invadirle.

—Bienvenidas señoras, ésta es ya su casa.

—Gracias, Ahmed, estamos encantadas.

—Disculpad la ausencia de mi padre pero, al igual que el vuestro, tuvo que partir por asuntos de comercio.

—Vaya, es una lástima —mintió Inés.

—Tarek, por favor, acompaña al aya de la señorita a tomar un té, nosotros pasearemos por el jardín.

—Oh, no, no señor, no es necesario, me quedaré con ustedes  —protestó la sirvienta.

—No seas descortés, aya, ve con Tarek, seguro que tenéis muchas cosas en común, y no escucharemos nada de lo que critiquéis.

Una vez a solas, los jóvenes iniciaron su paseo. Ahmed condujo a Inés por el extenso jardín, mostrándole las maravillas que contenía. Un vergel plagado de flores, fuentes, multitud de árboles y aromas intensos. La última visita fue a las caballerizas, donde no pudo evitar presumir de sus magníficos caballos árabes. Inés, estaba entusiasmada por todo lo que veía, pero nada era comparable al propio Ahmed y la pasión de su discurso.

—¿Qué hay allá al fondo, es una casita?

—Sí. En realidad es el refugio de mi padre. Acude allí para reflexionar, estar a solas con sus pensamientos, incluso orar. Es un hombre de profundas convicciones religiosas. Sus muchas responsabilidades le obligan a centrar sus principios y no olvidar quién es, algo que también inculca en mí con insistencia.

—Es un gran hombre y… tiene un buen hijo —comentó tímida Inés.

—¿Queréis que os la enseñe?

—Sí, me encantaría.

Ahmed ordenó que le prepararan una montura, escogió a su mejor caballo, e invitó a Inés a cabalgar con él.
Montada tras él en aquel magnífico ejemplar, sintió un estremecimiento que ni ella misma llegaba a comprender. Todo su cuerpo vibraba mientras sentía su espalda pegada a su pecho, le abrazó con fuerza y aspiró su aroma. Llegó a embriagarla de tal modo, que creyó desvanecer. El rítmico movimiento al trote del caballo, aumentaba el roce de sus cuerpos, y acentuaba la marcada anatomía de Ahmed a través del suyo. Se sintió presa de un delirio tal, que cerró los ojos y se dejó llevar por un placer cercano al orgasmo. Te perderás en un laberinto de difícil salida, le había advertido su aya, y en ese instante, se encontraba en el centro de ese laberinto del que no quería salir.

Hemos llegado, anunció Ahmed, tomándola por la cintura para ayudarla a descabalgar. Ese nuevo contacto, lento y estrecho, excitó al muchacho que ya no podía pensar en otra cosa que no fuese hacerla suya.

Entraron en la casita. El interior invitaba a la fantasía. Un techo abovedado con pequeñas perforaciones en forma de estrella filtraba delicados rayos de sol.  El suelo, cubierto por alfombras y cojines de colores cálidos y tacto sedoso, sugería la caricia. Las ventanas, cubiertas con vaporosas gasas, ofrecían intimidad, y un sutil aroma a incienso que estimulaba, aún más, la imaginación de Inés. Era la mayor incitación al placer para dos cuerpos que ardían con cada suspiro.

—Es precioso, Ahmed, aunque, no es muy propicio para la oración, a mi parecer.

—¿Ah, no?, y… ¿qué os sugiere entonces?

Inés agachó la cabeza y, sonrojada, dio media vuelta con un movimiento disuasorio a la vez que provocador.

—Acercaos, por favor —le indicó Ahmed—tumbémonos aquí un rato, descansaremos antes de regresar.

Recostados entre los mullidos almohadones, iniciaron una conversación sobre sus vidas, sus experiencias, sus gustos y sus sueños. Ambos reían, se observaban, y la emoción crecía con cada gesto, con cada palabra.

—Sois tan hermosa, Inés —mientras acariciaba dulcemente el rostro de la joven que recibió el gesto con deleite.

—Tengo sed, ¿habría un poco de agua? —le sorprendió ella.

—¿Agua? Sí, claro. Hay un pozo cerca que da un agua muy fresca. Os traeré una jarra.

—Gracias, Ahmed, es que tengo un poco de calor.

—¿Calor? Sí, un poco sí hace. No os mováis, por favor, ahora mismo vuelvo.

Inés bebió con agrado mientras Ahmed se perdía en aquellos labios que rozaban con delicadeza la copa. Tomó el recipiente y bebió también. Sin mediar palabra, acercó su rostro al de ella y con extrema dulzura la besó. Ella se entregó al delicado gesto correspondiendo con un repentino abrazo que tumbó al muchacho por completo. Durante un momento se mantuvieron así, unidos, los ojos cerrados, la respiración acelerada.

Poco a poco surgieron las primeras caricias, aumentó la intensidad de sus besos y tiernas palabras de amor.

—¡Oh, Inés! Os deseo tanto…

—Yo también, yo también…

Ahmed, gratamente sorprendido por aquella entrega, no pudo contenerse más.

Comenzaron a desnudarse, tímidamente ella, orgulloso y excitado él.

Se contemplaron desnudos, escrutando cada rasgo a cual más bello. Nada podía ser más hermoso que él para ella, que ella para él.

Inés, sin embargo, se debatía entre el pudor y la pasión que la empujaba a dejarse llevar. Pero deseaba hacerlo, se moría por entregarse sin tapujos. ¿Cómo me he atrevido a llegar hasta aquí?, se decía a sí misma.

Entre juegos amorosos, Inés fue olvidando sus recelos. Las hábiles manos de Ahmed, exploraban cada rincón de su amante, adentrándose en su intimidad, provocando en ella sensaciones inimaginables.

—¡Oh, Ahmed, oh, Ahmed! —rezaba ella.

—Inés, mi bella Inés —suspiraba él.

Suavemente, cubrió el delicado cuerpo de ella con el suyo.

Cuando sus sexos se encontraron, él guió su virilidad hacia lo más íntimo de Inés.

—¡Oooh, Dios mío!

—Es Alá quien ahora te protege.

—¡Pues… Alá es enorme!

—Pero… si acabo de empezar…

—¿Aún hay más?

—Más de la mitad…

—¿Y es todo para mí?

—Hasta el final.

Y así, con una profunda embestida, quebró la inocencia de Inés, que no podía creer cuán grande era Alá, cuán fuerte su poder y hasta dónde podía llegar.

Entre el dolor y el placer, entre gritos y vaivenes, los amantes gozaron largo tiempo. El vigor del joven proporcionó a Isabel un goce tal, que acabó por pedir más y más.

Fue tan intenso el momento del éxtasis, que hasta los pájaros dejaron de trinar.

Exhaustos, felices y sudorosos, reposaron del placer hasta la caída del sol.

Cuando regresaron de su “paseo”, encontraron a sus criados nerviosos e impacientes.

—¡Ay, niña! ¿Te has vuelto loca?

—Del todo.

—Hace horas que debíamos haber regresado. Pero… te veo arrebolada.

—Estoy enamorada.

—Y todo esto por una coliflor.

—Que ahora es solo col.

—¡Inés!


—Mi señor, ¿estáis ya perdido?
—En lo más profundo de las arenas de Saqara.
—Alá os proteja.
—Con toda su grandeza.

4 comentarios:

  1. Sensacional. Me recuerda a las Mil y Una Noches, pero con un cambio humorístico y picantón al final, que lo hace muy divertido.
    Felicidades. Levi.

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  2. Gracias por pasarte y comentar, Levi. Un saludo.

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  3. Alá es grande! XDDD

    Y tú también, Pilar ;-)

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  4. Gracias, Zanbar. Tengo un buen maestro ;)

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