20 de enero de 2011

El rincón.



No me gustaban esos recados que mamá me encargaba, y menos cuando oscurecía. Hacía horas que todos los críos nos habíamos recogido después del colegio y disfrutábamos del calor del hogar.

Me encontraba haciendo mis deberes escolares cuando surgió la temida petición:

—Anda, hija, baja a la bodega y compra una botella de gaseosa, ya sabes que a papá le gusta cenar con ella.

—¡Pero, mamá! Es muy tarde y hace mucho frío.

—Vamos, baja ya y no pierdas el tiempo —insistía mi madre con paciencia.

—Mira, no hay nadie en la calle, está oscuro y…

—¡Anda, anda! Échate una carrera que no te va a comer nadie —el hecho era irremediable.

Debía cumplir con el mandado. Me abrigué, aunque no era el frío lo que me preocupaba. Volví a mirar por la ventana, nada, ni un alma, pero tampoco eso era lo peor.

Vivía en la tercera planta de un edificio de cinco. Cuatro viviendas en cada rellano a los que se accedía por una escalera, no había ascensor. Cada tramo compuesto por quince escalones, uno de ellos más grande que permitía el descanso después de los ocho primeros. Los siete siguientes eran mi cruz.

Al llegar al último escalón de cada trecho te encontrabas con un rincón ciego que se abría hacia la derecha. Siempre me asustó esa oquedad. Elucubraba con seres escondidos esperándome al alcanzar aquel peldaño. Una cara, una mano que me atrapaba desde ese maldito vacío. No era gratuita la fantasía. En nuestros juegos infantiles ocurría muchas veces que alguien se escondía en él y esperaba tenerte a su alcance para salir de forma repentina y darte un susto, desagradable a veces y divertido cuando se hacía previsible. Pero esto fomentaba en mi imaginación otro tipo de apariciones.

Aquella noche debía enfrentarme de nuevo con el miedo. Cerré la puerta de casa y pulsé el interruptor para encender la luz general de la escalera. Bajé todo lo rápido que pude y corrí por la calle. Una vez que tuve la botella de gaseosa recorrí las dos manzanas que me separaban de mi bloque. Hacía un frío intenso. El vaho escapaba de mi boca mostrándome el fuerte contraste de temperatura. Caminaba a paso ligero, mirando al frente, decidida a alcanzar mi objetivo.

Me encontraba frente al portal. Respiré hondo. Tiritaba, y no solo por la helada.

De nuevo encendí la luz que iluminaba las cinco plantas durante unos minutos, no recuerdo cuántos con exactitud, pero sabía que eran suficientes para alcanzar mi puerta del tercero D desde la planta baja en la que ahora me encontraba.

Comencé el ascenso procurando no entretenerme, aunque sin correr demasiado. Mi respiración se aceleraba. Con cada pálpito acompañaba el tétrico tic tac que, desde el cuarto de contadores, me recordaba que el tiempo corría en mi contra, que la luz se podría apagar, una cuenta atrás imparable.

Intentaba evitar la sensación de pánico que me invadía al alcanzar la última etapa que daba al primer rincón. Una mirada de soslayo, rápida, temerosa, y giraba rápidamente para comenzar otra subida. Había superado el primer piso.

De las viviendas salía algún sonido, una voz, una risa… Tenía que recorrer otro tramo.

Cuando estaba a punto de llegar a la segunda planta, se me cayó el monedero escaleras abajo. Mi corazón galopaba, no podía perder tiempo o se apagaría la luz, pero tampoco podía dejar allí el dinero que me había dado mamá. Bajé veloz y alcancé el objeto perdido. Me dolía la garganta de respirar con ansiedad y comencé a toser. Me estaba poniendo muy nerviosa. Volví a subir los peldaños desandados, ya estaba cerca del siguiente rincón. Aquí me asusté y bajé dos escalones. Había escuchado algo. Pasos, sí, eran pasos. Igual un vecino que subía, o bajaba, o… Debía continuar como fuese. El aire me entraba cada vez con más dificultad y me sudaban las manos.

Me armé de valor y salté los dos escalones que me quedaban a la vez. Sin mirar a mi derecha, giré veloz para superarlo. Ya estaba en la segunda planta.

Tomé aire. Me agarré al pasamanos y miré hacia arriba. Ya faltaba poco, pero aún quedaba uno. ¡Qué extraño! Ya no escuchaba los pasos, pero tampoco había oído ninguna puerta cerrarse al entrar alguien en su vivienda.

Tic, tac, tic ,tac…

Escalón tras escalón, mirando al suelo, con la botella de cristal abrazada contra mi pecho, pensaba que mi suplicio estaba a punto de terminar. Al llegar al peldaño grande y a punto de enfrentarme a los siete últimos, tropecé y caí de bruces. La botella salió rodando haciendo mucho ruido hasta que retumbó en un estallido de cristales rotos y efervescencia. Sin darme tiempo a mirar hacia abajo mis ojos se quedaron ciegos. Tac… La luz se había apagado.

¡No puede ser!

Mi respiración se aceleró aún más. Me dolían las palmas de las manos y las rodillas. Me fallaban las fuerzas para levantarme. Ni siquiera podía gritar. Estaba aterrorizada. Cerré los ojos en un gesto instintivo a pesar de no poder ver nada. No quería estar allí, no podía soportar tanto miedo. Y de nuevo…, los pasos.

Está subiendo. No, estaba en el rincón y está bajando. Me quedaré quieta. Pero ya sabrá que estoy aquí, habrá escuchado el follón de la botella rota. ¿Por qué no enciende la luz? ¡Ah! No ve el interruptor, o, no quiere hacerlo. Quiere sorprenderme. Me cogerá. Debo llamar a mamá, pero no puedo gritar o sabrá… ¿Por qué se ha parado? ¿Qué hace? Está cerca, lo presiento. Oigo como respira.

De repente un chasquido. Me acurruco. Espero, y… Una mano se posa en mí. Grito aterrada, siento que mi cabeza va a estallar. Golpeo la mano que me atrapa… ¡Mamá, mamá!

—Pero hija, ¿eres tú? ¿Qué haces en el suelo? ¡Dios mío, estás sudando! ¿Estás herida?

—¿P… papá?

Y allí estaba mi padre, con una cerilla encendida y casi más asustado que yo. Algunos vecinos salieron de sus casas alertados por los gritos, preguntando qué pasaba. Alguien encendió por fin la luz de la escalera. En mi ataque de histeria tan solo escuchaba susurros, la voz de mi padre intentado dar explicaciones: Se apagó la luz mientras subía, y he tropezado con ella, y…

Ya en casa lloré abrazada a mi madre que tuvo que dormir conmigo esa noche.

Nunca me gustaron aquellos recados. Nunca olvidaré aquella noche. Nunca superé el miedo al rincón.

©Pilar G.C.

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